El año 2015 fue difícil, sobre todo por los pronósticos de caída del crecimiento, los terribles atentados terroristas, los masivos flujos de refugiados y los serios desafíos políticos, con el populismo en ascenso en muchos países. En Oriente Medio, en particular, el caos y la violencia han seguido proliferando, con consecuencias devastadoras. Esto representa un giro decepcionante del mundo incuestionablemente lleno de defectos pero mucho más esperanzado de hace apenas unas décadas.
En su autobiografía 'El mundo de ayer', Stefan Zweig describió un cambio igualmente dramático. Nacido en 1881 en Viena, Zweig pasó su juventud en un entorno optimista, civil y tolerante. Luego, a partir de 1914, presenció el colapso de Europa en la Primera Guerra Mundial, seguido de convulsiones revolucionarias, la Gran Depresión, el ascenso del estalinismo y finalmente la barbarie del nazismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Devastado, Zweig se suicidó durante su exilio en 1942.
Uno imagina que Zweig se habría sentido reconfortado por la creación luego de la Segunda Guerra Mundial de las Naciones Unidas y del sistema de Bretton-Woods, para no mencionar las subsiguientes décadas de reconstrucción y reconciliación. Podría haber sido testigo de la cooperación y el progreso que marcaron la era de posguerra. Quizás entonces habría mirado el período de 1914 a 1945 como un desvío terrible pero limitado en la marcha del mundo hacia la paz y la prosperidad.
Por supuesto, la segunda mitad del siglo XX estuvo lejos de ser perfecta. Hasta 1990, la paz estaba asegurada en gran medida por la amenaza de la destrucción nuclear mutua. Los conflictos locales, como en Corea, Vietnam, partes de África y Oriente Medio, se cobraron un precio muy alto. Y si bien unos 100 países en desarrollo ganaron su independencia, el proceso no siempre fue pacífico.
Al mismo tiempo, sin embargo, la economía mundial creció más rápido que nunca. En los países avanzados surgió una clase media fuerte que luego comenzó a aparecer en otras partes. Las democracias occidentales y Japón crearon economías en las que el crecimiento de la productividad condujo a una prosperidad compartida; los gobiernos tomaron medidas en materia de regulación y redistribución, mientras que las empresas privadas fomentaron el crecimiento mediante la implementación de métodos de producción avanzados desde un punto de vista tecnológico.
A nivel tanto regional como global, se hizo un progreso decisivo en cuanto a recoger los beneficios del comercio y las economías de escala. El proyecto de integración europea parecía pregonar un nuevo tipo de cooperación, que podía extenderse a otras regiones y hasta influir en la cooperación global.
La generación que llegó a la mayoría de edad en los años 1960 tenía una sensación muy parecida a la que había experimentado Zweig en su juventud. Creíamos que, si bien el progreso puede no ser linear, podíamos contar con él. Esperábamos un mundo cada vez más pacífico y tolerante, en el que los progresos tecnológicos, junto con mercados bien administrados, generarían una prosperidad en constante expansión. En 1989, cuando la Unión Soviética estaba a punto del colapso y China viraba hacia una economía basada en el mercado, Francis Fukuyama anunció el “fin de la historia”.
Sin embargo, en las últimas dos décadas, nuestras esperanzas –políticas, sociales y económicas- se vieron frustradas repetidamente. Hubo un momento en el cual los legisladores estadounidenses se preguntaban si Rusia debía ser parte o no de la OTAN. Aun hoy resulta difícil considerar esa posibilidad, después de la intervención de Rusia en Ucrania y la anexión de Crimea (aparentemente llevada a cabo en respuesta a los temores de que Ucrania pudiera afianzar sus vínculos con la Unión Europea y la OTAN).
Muchas economías emergentes alcanzaron un rápido crecimiento durante años –inclusive décadas- permitiendo que miles de millones de personas huyeran de la pobreza extrema y que se redujera la brecha de riqueza entre los países desarrollados y en desarrollo. Pero ese crecimiento últimamente se ha desacelerado de manera sustancial, lo que llevó a muchos a preguntarse si los economistas no nos habíamos apresurado demasiado cuando las catalogamos como los nuevos motores del crecimiento económico global.
De la misma manera, la Primavera Árabe de 2011 supuestamente iba a promover un nuevo futuro, más democrático, para Oriente Medio y el norte de África. Si bien Túnez ha evitado el desastre, la mayoría de los otros países afectados han terminado sumidos en el caos, mientras que la brutal guerra civil de Siria facilitó el ascenso del Estado Islámico.
El euro, mientras tanto, sufrió su propia crisis. La moneda común, alguna vez retratada como el inicio de una Europa cuasi federal, creó una tensión aguda entre los países “acreedores” y “deudores” cuando muchos deudores enfrentaron una crisis económica prolongada. Cuando parecía que Europa escapaba finalmente de la crisis del euro, los refugiados, especialmente provenientes de Siria, comenzaron a llegar en masa. Eso ha puesto en peligro la zona Schengen de turismo sin fronteras, y algunos están preguntándose si la UE podrá soportar la presión.
En Estados Unidos, la crisis de refugiados sirios llevó al Congreso a apresurarse para restringir la entrada sin visa de turistas provenientes de 38 países. Esto se produce en un momento en el que la desigualdad de ingresos y riqueza se está disparando en Estados Unidos –el salario promedio para los hombres no ha aumentado en décadas-, lo que lleva a muchos a preguntarse si sus hijos podrán mantener el estándar de vida que han tenido. Además de todo esto, por primera vez en décadas, el crecimiento del comercio internacional ya no supera cómodamente el crecimiento de la producción global.
Un motor esencial de muchos de estos problemas bien puede ser la velocidad sin precedentes del cambio –impulsada por la globalización y la innovación tecnológica- que ha producido alteraciones demasiado rápidas y en una escala demasiado importante como para que lo pudiéramos manejar. Por ejemplo, si bien la tecnología de las comunicaciones ha hecho maravillas, digamos, para expandir el acceso a las finanzas en África, también ha permitido que las redes terroristas encriptaran sus comunicaciones de manera efectiva. Y como demostró claramente la crisis financiera global, los reguladores se han esforzado por llevar el ritmo de la innovación financiera.
El potencial para el progreso humano sigue pareciendo inmenso, porque al mundo no le faltarán ni recursos ni innovación tecnológica. De hecho, la tecnología ofrece la esperanza de tratamientos médicos que salvan vidas, de una mayor productividad económica y de sistemas energéticos sostenibles. Pero la gente tiene miedo, como lo demostró el retorno de la política de identidad y una falta de inclusión económica y política. En consecuencia, el crecimiento de la productividad se está desacelerando y, si bien el capital parece barato y las ganancias abundantes, la inversión sigue rezagada.
La clave para administrar las alteraciones y aliviar los temores de la gente es la gobernanza. Zweig vio cómo el mundo se desintegraba hace un siglo no porque el conocimiento humano dejara de avanzar, sino por los fracasos generalizados en materia de gobernancia y políticas. Ahora que ingresamos en el año 2016, debemos enfocarnos en adaptar la gobernanza, en todas sus dimensiones económicas y políticas, al siglo XXI, para que nuestros recursos y conocimiento produzcan un progreso inclusivo, no un conflicto violento.
Kemal DerviÅ, ex ministro de Asuntos Económicos de Turquía y ex administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es uno de los vicepresidentes de la Brookings Institution.
Copyright: Project Syndicate, 2015.Project Syndicate