Sería imposible llevar la cuenta de las veces que se ha repetido que el rey está desnudo, las veces que ha sido el título de una columna o se ha escrito en un artículo o lo ha dicho una persona que comenta y analiza las noticias que llegan sobre la Casa Real. Me valgo una vez más de esa imagen, no porque sea la que mejor define al rey (con “el rey” me refiero al padre, al hijo, al espíritu santo, a la consorte, a la amante, a la emérita, a las niñas, a las hermanas, a los cuñados, a los sobrinos, a los primos lejanos). Me valgo de esa imagen porque es la que mejor nos define como súbditos: un retrato en el que salimos fatal, pues se nos ve en pelotas. Una y otra vez. Reloaded. Es obvio que, si el rey está desnudo, todo el mundo lo ve, aunque no todo el mundo se atreva a decirlo sino que, por el contrario, acabe alabando su inexistente traje nuevo. En el cuento de Andersen, solo un niño es capaz de señalar al rey y decir que, en realidad, el rey está desnudo. Visto lo visto en el reino de España, necesitamos un niño. O necesitamos un adulto que no haya perdido lo mejor de la infancia, pues un buen político debiera conservar muchas de sus cualidades: la sinceridad, la franqueza, la transparencia, la valentía, la libertad.
Como súbditos, en el reino de España vivimos en una permanente y perversa alternancia entre el pueril asombro y el servil blanqueamiento. Personas que nos representan en las instituciones políticas convierten en corte las Cortes y no solo aplauden al rey hijo sino que afean, con mucho ruido del que se hacen eco los medios también súbditos, que algunos otros, que también nos representan en las instituciones políticas, no aplaudan al rey hijo. Pasó hace pocos días, cuando estaban todos en un acto que recordaba el 23F, la intentona de golpe de Estado militar del año 81 cuyo fracaso se atribuye al rey padre, aunque hay papeles secretos que alguien prefiere que no sean desclasificados y decide que no sean publicados, no sabemos por qué. En aquel acto, Felipe VI, el rey hijo, se deshizo en alabanzas al rey padre, Juan Carlos I. Trataba aquel de sacar del baúl de los recuerdos un traje que logró favorecer a éste, y compensar así el que nunca antes lo hubiera visto (y, por lo tanto, a sí mismo) tan desnudo como ahora. Casi todo el mundo aplaudió, blanqueó la farsa. Casi todo el mundo se indignó mucho con quien no la aplaudió.
No habían pasado ni dos días, cuando nos enteramos de la última jugarreta del rey presuntamente bribón: la regularización con Hacienda a través de un segundo pago millonario que le permitirá de nuevo eludir la acción de la Justicia. Entonces salen los aplaudidores, los sumisos, y, compungidos, musitan entre dientes que todo eso está muy mal, que qué falta de civismo, que qué mala noticia, que el traje del rey no era tal traje, asombrados. El tiempo, y muy poco, da la razón a los que no aplauden, a los que no agachan la cerviz, a los que se comportan como niños y señalan que el rey está desnudo. Y el rey no es el padre ni es el hijo ni es el espíritu santo, el rey no es la consorte, ni la amante, ni la emérita, ni las niñas, ni las hermanas, ni los cuñados, ni los sobrinos, ni los primos lejanos. El rey es una dinastía desnuda, una casa desnuda, una corona desnuda, un trono desnudo.
Lo ve todo el mundo, quienes aplauden y quienes no. Por eso resulta perversa esa alternancia entre el servilismo y el asombro. Quienes no aplaudimos al rey, consideramos que el mantenimiento de la Corona como modelo de jefatura del Estado es por definición abusivo a estas alturas de la historia e insistimos en que no ha vuelto a ser sometido a sufragio desde la aprobación de la Constitución española de 1978. Han pasado 43 años, que son muchos o pocos según se mire y para qué. En este caso, muchos. Porque la Constitución española, que recogía ese modelo y fue votada por el pueblo español, hubo de aplaudirse in extremis, saliendo de una larga dictadura, entre sables y pelucas, pactando al límite de las tolerancias. Aceptando herencias franquistas, como la propia Corona. Precisamente porque se concibió así y se votó así, habría que considerar que 43 años son suficientes como para hacer una revisión de lo aplaudido entonces. Máxime si lo aplaudido tiene la “ejemplaridad” (así la calificó el otro día el rey hijo) del rey padre de Abu Dabi. Si no lo hacemos, si no recuperamos para la política la sinceridad de un niño, el rey seguirá desnudo y todas nosotras, en pelotas. Una y otra vez. Reloaded.