El paso de los días y otra muerte de mayor calado histórico y político han servido para detener la espiral de demencia que provocó el inesperado fallecimiento de Rita Barberá. En aquellas horas, el Partido Popular y sus portavoces mediáticos nos hicieron recordar los tiempos en que acusaban al PSOE y a la policía de estar detrás del atentado del 11M. Volvimos a ver las formas de esa parte de la derecha española que, durante la tregua de ETA, llamaba terrorista a cualquier político, periodista o ciudadano que apostara por la paz. La desmesura quizás sirva para calentar al electorado más radical, pero también provoca un efecto no deseado para el que la practica, ya que deja al descubierto los verdaderos intereses que oculta tanta sobreactuación. Si en los años de la tregua etarra, ese deseo inconfesable era preferir la continuidad de la violencia a que su cese pudiera llegar de la mano de un Gobierno socialista, ahora lo que ha quedado demostrado es que cualquier medida o declaración del PP sobre la corrupción era, es y será pura ficción. Tras las horas de incontenida ira y pasado el luto oficial, llega el momento de aparcar el ruido para centrarnos en los gravísimos hechos que han aflorado con su muerte.
Hemos conocido que el presidente del Gobierno habló con una imputada por corrupción días antes de que esta prestara declaración ante el Tribunal Supremo. Fue él mismo quien lo reveló, sin medir las consecuencias de sus palabras: «Yo tuve la oportunidad de hablar con ella hace muy pocas fechas, cuando… en fin… tuvo que ir a declarar». Rajoy no puede escudarse en que lo hizo a título personal, como un simple amigo. Primero porque se es presidente del Gobierno 24 horas al día; no es posible despojarse a conveniencia de un cargo político, y menos aún del de presidente, para convertirse puntualmente en un simple ciudadano que puede hacer impunemente lo que le venga en gana. La segunda razón es, si cabe, más grave: Rajoy forma parte de la causa por la que iba a declarar Barberá; él es el presidente del PP a nivel nacional y lo que se juzga en el Supremo es la supuesta financiación irregular de su grupo municipal valenciano. En un país normal, el jefe del Ejecutivo dimitiría por haber hecho algo así; aquí, al menos debería dar explicaciones en el Congreso. Hasta ese momento, planeará la sospecha de si el presidente intentó influir o no en el contenido de la declaración judicial de una imputada.
La revelación involuntaria de Rajoy demuestra también que, una vez más, ha mentido a la ciudadanía. El pasado 16 de septiembre se desentendió de la negativa de la exalcaldesa a renunciar a su escaño: «Ha abandonado el partido y el presidente del PP ya no tiene autoridad sobre ella». Rajoy marcaba unas distancias con Barberá que ahora sabemos que eran ficticias. Mientras sus jóvenes vicesecretarios arremetían contra Rita en las televisiones, el presidente del Gobierno seguía conversando con su musa valenciana y, por tanto, bendiciendo su decisión de atrincherarse en el Senado para mantener el aforamiento.
Esta impostura presidencial no era unilateral ni espontánea; respondía a la estrategia diseñada en Génova y en Moncloa para afrontar los casos de corrupción que les asedian. Las declaraciones de dirigentes y ministros populares como Cospedal, Catalá, Villalobos o Hernando han convertido en certeza la extendida sospecha de que el PP y el Gobierno tienen una doble cara frente a la corrupción: se derrocha dureza de cara a la opinión pública, pero de puertas adentro se apoya a los corruptos y se intenta obstaculizar los procesos judiciales.
Eso es lo que ha quedado en evidencia cuando el portavoz del Grupo Popular, Rafael Hernando, revelaba que solo pidieron a Rita abandonar la militancia con la finalidad de protegerla. O cuando el propio Hernando, secundado por Villalobos y Posadas tacharon de “cacería” el trabajo de denuncia de la corrupción que realizan los medios de comunicación. La guinda la puso todo un ministro de Justicia que pisoteó la separación constitucional de poderes al afirmar que Barberá había sido «un ejemplo de honradez»; el titular de Justicia ninguneaba así a la policía, que la había investigado, y al mismísimo Tribunal Supremo que la estaba juzgando tras hallar indicios delictivos en su comportamiento. El resumen de esta orgía declarativa dejará, sin duda, buenas sensaciones a los corruptos y una profunda inquietud en policías, fiscales, jueces y periodistas.
Lo ocurrido, sin embargo, servirá para algo si tenemos presentes todos estos hechos cuando, en el futuro, oigamos a los dirigentes del PP hablar de corrupción. Nos servirá para deducir cuál es la realidad que esconden sus contundentes palabras, al igual que nos permite ahora comprender mejor el pasado: aquel rotundo apoyo inicial a Bárcenas, las mentiras del finiquito en diferido, la cacería (esta sí) que Trillo organizó contra Garzón, la destrucción de los discos duros, la amnistía fiscal, el cambio de denominación de “imputado” a “investigado”, la designación de Barberá como miembro de la Diputación Permanente del Senado y el mensaje que Rajoy envió a Bárcenas y que, sin ningún lugar a dudas, trasmitió también a Rita en su última conversación: «Sé fuerte».