He pasado esta semana en Solana de Ávila, un pueblo de la serranía de Gredos con el que mantengo un estrecho lazo afectivo desde que lo conocí hace la friolera de 16 años. Como sucede cada vez que vengo, me veo obligado -como decenas de miles de personas que viven o pasan unos días en la España rural- a practicar un ritual diabólico que me consume buena parte de mi energía y mi tiempo: encontrar el punto que me permita conectarme a internet.
Ese punto mágico tiene la particularidad de que no es fijo. Varía de temporada a temporada. Miento: de minuto a minuto. De modo que, si eres nuevo en estos menesteres y lo encuentras a la primera, no cantes victoria pensando que ya tienes resuelta tu conexión con el mundo durante el resto de las vacaciones. A veces el punto se encuentra en el interior de la casa -en el rincón más inesperado de una de las habitaciones, justo debajo de la ducha, en alguna baldosa cabalística de la cocina, en el tercer peldaño de la escalera metálica desplegada en el patio-, pero en más de una ocasión no lo hallamos en nuestro hogar y tenemos que salir a buscarlo por el pueblo, rastreando la señal con el móvil en alto como si fuésemos una antena parabólica que intenta interceptar mensajes cifrados del enemigo. En días soleados hasta podría ser una buena ocasión para interactuar con otros buscadores de señales, pero no les quiero contar lo que significa perseguir las esquivas ondas electromagnéticas en medio de la nieve y los vientos gélidos de la sierra.
El calvario no finaliza cuando se encuentra el anhelado punto. Lo que sigue a continuación es realmente heroico: evitar cualquier movimiento corporal abrupto que te haga perder la señal. Suponte que, por fin, después de innumerables intentos, has logrado entablar la ansiada conexión por Whatsapp con la compañía de gas para preguntar por qué la factura te llegó por 500 euros, pero cuando te piden tu número catastral –a veces les da por ahí- te das cuenta de que el papel está sobre la cama, lejos del alcance de tu brazo. En situaciones como esta deberás poner a prueba toda tu elasticidad anatómica para alcanzar el documento sin mover un milímetro el teléfono, proeza que solo está al alcance de quienes han jugado mucho al Twister en su infancia.
Lo que sí podemos hacer el resto de los mortales de manera simultánea es mantener quieto el móvil y pensar. Así, mientras me encuentro en el tercer peldaño de la escalera metálica del patio intentando enviar este artículo al periódico me pregunto qué más hace falta para que las Administraciones comiencen a tomarse en serio el problema de la España rural, más allá de los discursos huecos a los que nos tienen acostumbrados en las campañas electorales. Un amigo muy pragmático, que conoce bien el mundo rural, suele decir: “La España vaciada bien vaciada está”. Lamentablemente, tiene razón. El vaciamiento del campo español no es nuevo, en contra de lo que sostienen quienes lo atribuyen a la globalización: comenzó en los años sesenta con el desarrollismo franquista, que impulsó la industrialización de las ciudades sin preocuparse del terrible efecto secundario que tal modelo económico provocaba en la España rural. El fenómeno migratorio hacia las ciudades no ha cesado desde entonces, y el resultado está a la vista: buena parte del campo español es hoy un reguero de pueblos fantasmales, algunos totalmente abandonados y otros convertidos en lugares de segunda residencia a los que acuden normalmente los hijos y nietos de sus últimos moradores habituales.
Curiosamente, es la revolución tecnológica la que podría lograr el milagro de la recuperación de la España vaciada. Por una parte, existen sistemas cada vez más sofisticados para acometer proyectos agrícolas y ganaderos sostenibles que, en tiempos pasados, habrían exigido un esfuerzo sobrehumano y alto riesgo económico. Por otra, el teletrabajo ha llegado para quedarse, sobre todo a raíz de la pandemia del Covid, lo que abre una magnífica oportunidad para que cientos de pueblos hoy abandonados o diezmados puedan recuperar la vitalidad, no solo los fines de semana y las fiestas, sino de manera permanente. Pero el teletrabajo no se puede ejercer trepándose a un muro ruinoso en lo alto de un cerro para captar la señal como en la divertidísima serie El Pueblo, sino que exige el desarrollo de redes de comunicación veloces y estables que permitan -por favor, no se rían, que hablo muy en serio- a un ingeniero o una científica trabajar en Solana como si lo hiciesen en Nueva York. Las iniciativas de algunos ayuntamientos o grupos de vecinos para compartir antena y lograr una comunicación básica son muy loables, pero evidentemente me estoy refiriendo a un horizonte bien distinto.
Ciertamente, no basta con el desarrollo de las comunicaciones. Para que un pueblo resulte atractivo tiene que ofrecer otros servicios: educación, salud, energía, alojamiento de una calidad aceptable, etc. Si hay movimiento, el bar no tardará en caer. Algunos de esos servicios dependen de la comunidad autónoma, otros de la recursividad que tengan los gobernantes locales, como la que tuvo hace algo más de una década el Ayuntamiento de Solana al convertir el edificio que albergaba la antigua y abandonada escuela en un hotel-restaurante de titularidad pública, que es hoy el corazón social del pueblo.
Sin embargo, hay que empezar por algún lado, y la comunicación debe estar en la línea de partida. Me pregunto si no hay forma de meter en cintura a las grandes compañías de comunicaciones y exigirles que cubran, con un servicio de óptima calidad, todo el territorio del Estado. No ya para que apoyen altruistamente el fortalecimiento de la España rural, que nadie espera gestos de desprendimiento de unas corporaciones ávidas de beneficios, sino para que sus clientes puedan comunicarse sin problemas desde donde les venga en gana, puesto que de eso se trata, justamente, la telefonía móvil por la que los usuarios pagan, ¿o no? Por otra parte, ¿no se podría exigir a esas compañías, como parte de la licencia de operación, que extiendan la cobertura a territorios apartados, del mismo modo que se exige a las grandes urbanizadoras que cedan un porcentaje del terreno a la sociedad para la construcción de parques públicos? ¿O suena demasiado castrochavista?
Bueno, hasta aquí llegan mis reflexiones. Ya he logrado enviar la columna y me dispongo a bajar de la escalera, que ha comenzado a enfriar la tarde.