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Rompamos el tabú: hablemos de decrecimiento

Pancarta desplegada en el Puente de Triana de Sevilla durante una concentración convocada por Ecologistas en Acción y Greenpeace contra los vertidos de aguas tóxicas al Guadalquivir procedentes de la Mina de Aznalcóllar, que ha tenido lugar en el Muelle de la Sal de la capital andaluza. EFE/ Raúl Caro
13 de noviembre de 2024 22:59 h

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El filósofo y economista francés Serge Latouche publicó hace más de dos décadas su libro ‘La apuesta por el decrecimiento ‘¿Cómo salir del imaginario dominante?’ (Icaria, 2008) en el que reclamaba cambios reales ante el riesgo de un colapso por hiperconsumo. Con una visión que para unos será ilusoria y para otros la cruda realidad, fue el primero en utilizar este concepto para cuestionar que los valores sobre los que reposan el crecimiento y el desarrollo, y muy especialmente el progreso, no corresponden para nada con aspiraciones universales profundas. 

“Desgraciadamente, ni la crisis económica y financiera ni el agotamiento del petróleo suponen forzosamente el final del capitalismo, ni siquiera de la sociedad del crecimiento. El decrecimiento tan solo resulta planteable en una 'sociedad del decrecimiento', es decir, en el marco de un sistema que se base en otra lógica. La alternativa es, por lo tanto, en efecto: ¡decrecimiento o barbarie!”, argumentaba en una entrevista. Añadía que cuanto más escaseen los recursos, el valor de determinados productos seguiría aumentando y, por lo tanto, el capitalismo crecería a expensas de la sociedad y de una mayor desigualdad. ¿Les suena?

Ahora, 16 años después del ensayo de Latouche, el científico Antonio Turiel, uno de los que también más ha reflexionado sobre el decrecimiento, publica ‘El futuro de Europa’ (Destino y Columna Edicions). El investigador del CSIC defiende, ante lo que denomina la “tecnofantasía”, que decrecer es la clave para que la industria sea sostenible.

Turiel centra su teoría en Europa y parte de una premisa llamativa. Considera que la transición energética “no funciona ni funcionará”. Explica que aquí no existen los recursos necesarios y que eso obliga a adoptar una estrategia distinta. Cita la industria eólica europea como ejemplo más evidente de lo que considera un fracaso. Recuerda que las 10 primeras empresas de fabricación de aerogeneradores son chinas y que al final se ha demostrado que el plan actual ni permite tener soberanía energética ni es rentable. Así que, vistos los pros y contras, auditadas las renovables que funcionan mejor y las que no, la pregunta incómoda que toca formularse es: ¿Energía para hacer qué?

Los sacrificios a los que la perversión del actual modelo obliga a los habitantes del sur global no son suficientes, tras esquilmarles los recursos y convertirles en los primeros refugiados climáticos, y ya interpela a las clases medias de los países del norte, por más debilitadas que estén (que lo están). Sí, tiene un componente de injusticia porque algo que ya ha quedado demostrado es que no se exige lo mismo al asalariado que al adinerado y se responsabiliza más al trabajador pobre que al que puede pagar el coche de bajas emisiones. Los chalecos amarillos franceses fueron el aviso de que algo fallaba y la cuestión es si Europa está en condiciones de elegir el camino correcto y a la vez más igualitario.

“Al final, la base de la verdadera sostenibilidad ambiental es una estructura social firme y saludable”, defiende Turiel. Frente a lo que se ha denominado ecofascismo y que va de Trump a Vox pasando por las opciones rojipardas que desde la izquierda abrazan tesis negacionistas o retardistas, este científico defiende el decrecimiento como la alternativa “radicalmente democrática e igualitaria para conseguir una transición sostenible para la sociedad”.

Turiel, como otros científicos y tímidamente cada vez más economistas, apunta que el error fundamental es el actual sistema económico. Nos hemos equivocado y toca rectificar. Nos pensábamos que no había límites biofísicos y lo que estamos haciendo es acelerar la degradación. Intervenir el mercado en el sentido acertado no implica decretar un modelo de sociedad comunista, por más que esa sea la parodia a la que recurren los defensores del modelo neoliberal, sea en València, Madrid o Washington. De lo que se trata es de cambiar desde dentro del sistema lo que nos está convirtiendo en una sociedad cada vez más desigual y con menos futuro.

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