Las ruinas de Twitter
Tal y como habréis comprobado leyendo el titular de esta columna sigo llamando ‘Twitter’ a ‘X’ y este es uno de los factores por los que todavía no he cerrado mi cuenta: la poderosa nostalgia. Cuando entré en el año 2011, Twitter era una red social desbordante, con bastante prestigio social; el lugar perfecto para crear comunidades en línea en torno a intereses compartidos, comunidades que a menudo se trasladaban a la vida real. Yo misma tengo grandes amigos que conocí gracias a Twitter (alguno, de hecho, trabaja en este periódico).
Además de la nostalgia, seamos honestos, muchos de nosotros no dejamos Twitter por una cuestión de ego. Hemos creado una base de usuarios gracias a nuestras publicaciones; gente a la que le interesamos genuinamente, gente que también nos interesa. ¿Por qué empezar desde cero en otra red social cuando ya tenemos la hipoteca casi pagada en esta? Hay un tercer factor: la ausencia de una alternativa seductora. Cuando Zuckerberg lanzó Threads dijo que sería un lugar como Twitter, pero “gestionado con sensatez”. Lo cierto es que Threads está gestionado con sensatez, sí, pero se convirtió casi inmediatamente en una red poco interesante, repleta de influencers compartiendo sus rutinas de gimnasio y sus consejos de belleza. Y luego está otro factor importante: la resistencia. Como dice la periodista Carmela Ríos, quedarse en Twitter es ya casi una cuestión de rebelión democrática.
Durante años, la extrema derecha intentó sin éxito crear una red social propia por la que desplegar impunemente sus bulos, sus teorías conspirativas, sus amenazas y su odio, sin las molestas moderaciones de contenido de las grandes plataformas tecnológicas. Bueno, pues no les ha hecho falta seguir creando: han conseguido hacerse con una red social existente, han conseguido hacerse con Twitter. Por supuesto, no podrían haberlo logrado sin la ayuda de su flamante director ejecutivo, Elon Musk, el todopoderoso narcisista que promueve deliberadamente el extremismo mientras se erige adalid de la libertad de expresión (concretamente, de la que a él le gusta).
Twitter es estos días un compendio de cuentas viejas, junto a nuevas criptocuentas anónimas protegidas por verificaciones pagadas que esparcen odio a conciencia. Muchos de esos trolls son hombres que se ponen fotos de mujeres en sus perfiles, travistiendo su identidad en busca de rentabilidad. A un usuario baboso de ultraderecha le resulta más fácil alabar el contenido de una cuenta con la foto de una modelo de 20 años, que alabar a Juan Manuel, el señor incel que tuitea barbaridades desde su sofá de Alcobendas.
Twitter tiene las horas contadas en Brasil porque el juez Alexandre de Moraes ha ordenado que la actividad de la red social sea inmediatamente suspendida por el “reiterado incumplimiento de órdenes judiciales”. Elon Musk tenía un plazo de 24 horas para nombrar un representante legal de la plataforma en Brasil y no lo hizo. ¿Irá a algún otro país después de Brasil? ¿Es hora de ir abandonando la fiesta con o sin policía en la puerta, con o sin orden judicial mediante?
No hay nada peor que la santurronería de los reformados: ya sabéis, esos exusuarios de redes sociales que van por la vida contándote que desde que desinstalaron la app del móvil son más felices y sus pieles lucen más lustrosas, como el iluminado que vuelve de vacaciones de La India. Yo no quiero dejar Twitter, del mismo modo que no quiero dejar cualquier lugar que me hizo feliz. Creo que sigue habiendo gente tremendamente interesante y estimulante en esta red social, también entre los usuarios de derechas, por supuesto. Pero una cosa está clara: Twitter hace años era una fiesta divertidísima, con opiniones divergentes, aunque mínimamente respetuosas. Hoy es una fiesta decadente, con la nevera casi vacía y con lemas fascistas colgados en el recibidor de la casa. Una fiesta que a veces quieres abandonar, aunque por nostalgia, ego, interés o resistencia, no consigues hacerlo.
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