Crecí en la idea de que vivía en un país tocado por la fortuna de su sanidad pública. Era una idea generalizada, una convicción que, en última instancia, dotaba a la gente de una gran tranquilidad. Podías tener cualquier revés en esta vida -familiar, económico, laboral-, las cosas podían ponerse muy feas. Pero sabías que en cualquier momento, si lo necesitabas, ahí estaba la Seguridad Social para ayudarte. Era una realidad incuestionada según la cual podías ser rica o pobre, viejo o joven, haber nacido en el kilómetro cero o en el lugar más remoto, tener la piel más blanca o más negra, tener trabajo o no tenerlo, tener estudios o carecer de ellos, ser propietaria de una casa o vivir en situación de calle; en cualquier caso, si te fallaba lo más importante (la salud, se decía), estaba a tu disposición todo el aparato sanitario.
Ese aparato contaba con el mejor personal de todo tipo y con los mejores profesionales de la medicina y la enfermería. Crecí en la idea de que, si bien las familias acomodadas eran tradicionalmente cuna de médicos, si bien los barrios pudientes alojaban las consultas privadas de unos especialistas cuyo renombre se heredaba de generación en generación, era en la sanidad pública donde estaban los mejores de entre los mejores, los más estudiosos y formados, los que para despuntar no habían invertido dinero y apellidos sino que habían hecho brillar su talento y agotado su esfuerzo personal. Un aparato que era a su vez espacio de emancipación económica para las mujeres: el sistema patriarcal y el recalcitrante machismo patrio les habían permitido el acceso a una parte del trabajo en ese sector, aunque sufrieran un evidente techo de cristal y fueran pocas las que tuvieran la oportunidad de superarlo y convertirse en doctoras.
Crecí en la idea de que el sistema sanitario público español contaba, además, con los mayores medios materiales y con los recursos técnicos más avanzados (los mejores aparatos, se decía). Todo el mundo tenía claro, y de ese modo se verbalizaba, que a las comodidades de hotel de una clínica privada solo recurrían quienes podían permitírselas cuando sufrían una dolencia o intervención menor, pero que si te pasaba algo serio o delicado, nada como la Seguridad Social. Lo cierto era que a nadie en España le faltaba una consulta médica, una prueba diagnóstica, una operación quirúrgica, un ingreso hospitalario. Mientras, de los Estados Unidos llegaban casos espeluznantes de personas que habían llegado a morir sin asistencia a las puertas de un hospital por carecer de un seguro médico, historias de familias que no podían afrontar el coste de un tratamiento o que se veían obligadas a vender todas sus pertenencias (hasta la casa, se decía) para tratar de salvar la vida de su bebé. Crecí en la idea de que aquí vivíamos libres de esa crueldad.
No eran falacias de ningún régimen interesado. A pesar de que faltaban coberturas y tratamientos (desde la odontología a las enfermedades raras), es decir, de que muchas personas quedaban o podían llegar a quedar excluidas de su protección, la sanidad pública española se encontraba en el Top Ten del ranking del sector. Así lo señalaba, entre otros, la prestigiosa revista médica The Lancet, que realiza un estudio anual a través del cual evalúa el sistema sanitario en 195 Estados del mundo. El ranking de 2018 está encabezado por Islandia y Noruega. Siguen Holanda, Luxemburgo, Australia, Finlandia y Suiza. Y cierran el Top Ten Suecia, Italia y Andorra. España ha pasado del puesto número 8, que ocupaba hace un año, al puesto 19, junto a Nueva Zelanda, Dinamarca, Alemania y Francia. Puede pensarse que no es una mala posición pero lo cierto es que la valoración internacional de la sanidad española ha descendido notablemente y queda patente que su calidad ya no es incontestable.
Los resultados que ha publicado The Lancet en 2018 corresponden a evaluaciones realizadas en 2016, es decir, en plena era Rajoy. A quienes han crecido con los gobiernos del PP, partido impulsor de la privatización de la sanidad, se les ha arrebatado esa seguridad que, pasara lo que pasara, dábamos por hecha ante lo más importante: la salud. Quienes han crecido con los gobiernos del neoliberalismo pepero, que ha recortado recursos a los hospitales públicos y encima ha arruinado con ello las arcas, que ha hecho con nuestros derechos conseguidos un criminal negocio (muchos de aquellos apellidos de las consultas y clínicas privadas están relacionados con las empresas que han querido hacer del derecho un pastel), nunca sabrán que en España hubo un sistema sanitario ejemplar, y que les pertenecía. Es un robo y una desgracia histórica que solo con conciencia se podrá reparar.