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Sea Sánchez o su porquero

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
10 de mayo de 2024 22:30 h

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Una muestra más de la severa discapacidad de la política española: apenas se habla de una regulación sobre las deliberadas estrategias de desinformación, o sobre los bulos, algunos ya pulsan el botón de alarma: “en su ánimo de eternizarse en el poder, el Gobierno quiere laminar la libertad de expresión y acabar con la prensa hostil y crear un Ministerio de la Verdad Oficial”, se dice, para a continuación rematar afirmando que el mayor mentiroso que se ha conocido (Sánchez, claro) no tiene legitimidad para abogar por el derecho a la información veraz, lo que es replicado por otros con un “más mientes tú”. De manera que el debate se aleja, de inmediato, de lo único que sería interesante (si es posible, oportuno, o incluso constitucionalmente exigido, legislar para favorecer una atmósfera informativa capaz de identificar, aislar y expulsar virus de desinformación masiva), para centrarse en lo de siempre: la talla de las mentiras de unos y de otros. Sólo faltaría, para redondear, una encuesta flash del CIS sobre quién miente más.

Es insoportable.

Cuando un gobierno del PP amagó hace años con entrar en esta materia, me mostré muy de acuerdo. Las iniciativas al respecto de la Unión Europea (plasmadas en el Reglamento de Servicios Digitales) me parecen plausibles, aunque en aspectos decisivos vagas o insuficientes, y desde luego necesitadas de desarrollo. Es natural que nos planteemos qué recursos podríamos darnos para enfrentarnos a la deliberada intoxicación informativa. Yo diría (no me llamen ingenuo) que la inmensa mayoría de los españoles quiere que no le engañen, ni siquiera los suyos. No me refiero a “opiniones erróneas” (que esas sí queremos tragárnoslas si nos molan, y allá cada cual si opta por la comodidad intelectual del hooligan), sino a afirmación de hechos objetivos falsos y trucados, con finalidad clara y directa de inducir a error para obtener no importa qué beneficios (económicos, electorales, de audiencia o de seguidores). ¿A quién no le parecería bien que hubiera manera de identificar quién ha diseñado un falso vídeo con IA en el que aparezca la policía torturando a un niño por llevar una estampa de la Virgen de Fátima en su monedero? ¿Quién no aplaudiría que se señalase públicamente como mentira que beber un poquito de lejía es bueno para el resfriado? ¿Quién pondría objeción a que hubiera manera de marcar como falso un whatsapp de los de “pásalos a todos tus contactos” en el que se aludiese a un completamente inexistente “estudio de la Universidad de Harvard que demuestra que comer jamón produce impotencia”? En materia de publicidad comercial, esto ya está resuelto: la que induce a error, puede ser rectificada por orden de un juez a través de un procedimiento regulado. Pero si es divulgación científica, información social o cultural, etc., ancha es Castilla: viva la libertad.

Si tales informaciones causasen un daño personal, ya hay jurisprudencia más que consolidada que atribuye responsabilidad al mentiroso, sin que la libertad de expresión ni el derecho a dar información sirvan de coartada. El problema es que los instrumentos con que contamos no permiten (salvo en caso de investigaciones penales) identificar el origen del bulo, ni permiten tampoco reaccionar contra él eficazmente, en caso de no dañar ni mencionar a nadie en particular. Queda la vía de actuar contra la plataforma que los aloja, pero a mí eso me deja frío. Yo querría que hubiera consecuencias contra quien piensa, diseña, trama, financia y se enriquece con la mentira masiva.

Sea Sánchez o su porquero, yo sí quiero que desde la política se piensen recursos para limpiar el clima informativo, a ser posible mediante una ley negociada y ampliamente apoyada en el Parlamento. No contra la exageración, ni contra la información simplemente inexacta o incluso equivocada, y menos aún contra la opinión, por estrambótica que nos parezca, sino contra la mentira deliberadamente distorsionadora. Igual que la contaminación industrial es objeto de atención, en este siglo importa mucho el CO2 informativo. Por supuesto. Más aún ahora en un momento en el que con los big data, la IA y mucho dinero, la disputa democrática por el poder puede quedar convertida en un juego de rol librado en un metaverso del que seamos monigotes replicantes con derecho a voto.

No hace falta un Ministerio de la Verdad orwelliano, no se dejen confundir por los asustadores profesionales. Basta con instrumentos eficaces para que determinadas entidades no sospechosas (colegios profesionales, una agencia nombrada por amplia mayoría parlamentaria, el Ministerio Fiscal) puedan investigar el origen del bulo y puedan también, sin necesidad de eliminarlo, señalar la mentira, marcar la información como objetivamente falsa, y ofrecer una réplica o versión correctora: mejor que suprimirlo es que quede ahí, para oprobio de quienes lo crearon y difundieron. Y en caso de disputa sobre la veracidad (imaginen que el autor del bulo la defiende), no hay otra: ahí están los jueces, quienes podrán determinarlo tras las pruebas que se hayan practicado, concluyendo si está probado o no que una información es falsa, con las consecuencias que de ello se desprenda, incluida alguna sanción en casos graves o de reincidencia. Si así es ya con la información que perjudica a un particular, ¿por qué no cuando envenena a la colectividad? Entre tanto, bienvenidas sean las webs que se dedican a identificar bulos, que consulto con frecuencia para hacerme una idea de cómo está el patio por los suburbios de la infoesfera.

Si las propuestas que se hagan rozan la libertad de expresión y el derecho a dar y recibir información (“veraz”, dice el art. 20 de la constitución), o si se aprovechan para sancionar a medios políticamente incorrectos o para cercenar el pluralismo informativo, ya nos pondremos enfrente. Pero el “se empieza por ahí y se acaba censurando a los periodistas incómodos con el poder” es una enorme falacia castradora, una coartada que sólo beneficia a quienes hoy día, ya, a estas horas, están ganando dinero a costa del porcentaje social de credulidad e indefensión informativa, que se ensaña particularmente con los más vulnerables. Es como si nos negáramos a regular el delito de homicidio porque “por ahí se empieza, y se acaba encarcelando a quien te mira mal”. ¿Autorregulación? Bueno, eso es lo que tenemos ahora, y parece que el auto no regula.

Otra cosa es que demos por sentada nuestra discapacidad como nación para perseguir objetivos desde la política. Pero si así fuera, entonces, ¿qué más da todo?

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