Hace unos meses me ocupé del tema de las tradiciones religiosas y su práctica en la vida oficial. Me refería también, aunque de pasada, a la implicación en ella de las advocaciones religiosas militares, tema sobre el que in extenso Laura Galaup ya se había ocupado muy documentadamente con anterioridad.
Ahora, como cada año, ha llegado la Semana Santa y, como cada año, sigue sin dar señales de vida la laicidad. Al contrario, brilla con la inusitada luz de otros tiempos la apropiación, por parte de las actividades religiosas particulares, de símbolos del Estado, tal como es la de la participación de elementos oficiales, civiles y militares en aquellas. No solo eso, sino que, como ejemplo paradigmático, pero no el único ni mucho menos, televisiones, especialmente, ¡helàs!, algunas públicas, retransmiten íntegramente procesiones como la del Cristo de Mena a hombros de legionarios -se supone que voluntarios- por las calles de Málaga.
Los aspectos antropológicos del lema Dios con nosotros, propio de la fe del carbonero, de todos los ejércitos -lo que, por fuerza, es falso para los vencidos-, sus orígenes y prácticas históricas, son dignos de estudio, pero no justifican en absoluto que la aconfesionalidad salte por los aires en un Estado que predica normativamente en su Constitución la separación entre el Estado y las iglesias (art. 16 CE). Solo una separación tajante es congruente con lo predicado en la norma fundamental. Todo lo demás, buscando excepciones disfrazadas de matizaciones, son requiebros para hacer que las religiones, en especial la católica, no desaparezcan de la oficialidad en actos incluso cotidianos, como es, por ejemplo, la jura o promesa de altos cargos o la comparecencia de testigos en juicio.
Los patronazgos de armas y servicios de los ejércitos no se hunden en la noche de los tiempos. La mayoría arrancan legalmente del siglo XX, con ratificaciones à gogó en el franquismo. Pero no solo ahí. La UME, creada en 2005, fue puesta bajo la advocación de la Virgen del Rosario en 2009. Una buena muestra de estar a la altura de los tiempos.
En estos días, vemos, in situ o en catódico, unidades policiales y/o militares formando parte del séquito de imágenes de las que históricamente, se dice, tales cuerpos aparecen como devotos: ¡los cuerpos y unidades! Nada, por supuesto, en contra de la espiritualidad de los miembros de las fuerzas armadas y, de ahí, la existencia de capellanías castrenses de diversos credos. Pero de eso a que sean los militares y, en menor medida, las fuerzas de seguridad los depositarios con toda la pompa de avatares religiosos, media el trecho sociológico que va de lo puramente folclórico -y turístico- a la auténtica e íntima espiritualidad individual. Hay tanto trecho como abismo constitucional.
Si lo que se celebra en estas fechas es el cruel ritual que acabó con la vida humana de Cristo -celebración no exenta de cierto sado-masoquismo, lo que ya es celebrar-, correspondería dar hoy, tal como hicieron en en su día, en las postrimerías del franquismo, algunos prelados, con el obispo Añoveros en la memoria, un gran paso atrás por parte de la propia Iglesia Católica. Correcto es separar nítidamente lo que es un acto religioso, al que, sin uniformes ni divisas, y con total libertad, puede concurrir quien quiera en ejercicio de su derecho fundamental a practicar el culto que tenga por conveniente. Eso no cabe ser discutido.
Aún es menos de recibo que, como seguimos observando, tenga lugar no solo una protagónica intervención militar, como la reseñada del Cristo de Mena, sino que, en perfecta formación, comparezcan mandos castrenses y policiales junto con las autoridades civiles, uniformados unos y vestidas otras, de acuerdocon un apolillado protocolo.
Porque la cosa va más allá de la apropiación por parte de agrupaciones privadas de empleados públicos. Se trata también de la asistencia ritual de las autoridades civiles -por ejemplo, en los actos patronales- a festividades religiosas en centros religiosos y bajo dirección clerical, sin olvidar tampoco la apropiación en beneficio privado del espacio público con cortes y bloqueos de vías públicas solo sorteables mediante pago de abonos.
En suma, las celebraciones religiosas cívico-militares en los días que rodean la Pascua representan el apogeo de la confesionalidad del Estado, donde ciudadanos de toda condición ven cómo aquellos cuyas funciones y retribuciones corren a su cargo se dedican representar una religiosidad que no es ni mucho menos la dominante en cuanto a práctica en España. O lo que es lo mismo: asistimos a otra exaltación, de hecho hogaño como antaño, de las denominadas patrias, pero abiertamente incasable con la Constitución. ¿Pero qué importancia puede tener esta dislocación en el país de la ley es la ley?