El malestar social en Francia es evidente y estas elecciones presidenciales no han hecho más que ponerlo de manifiesto. Con un nivel de gasto público entre los más altos de los países desarrollados, una protección social que haría sonrojar a muchas economías comparables y una tasa de paro que apenas ha crecido dos puntos desde el mínimo previo a la crisis, la evolución reciente de la desigualdad personal de la renta no parece ser la primera de las explicaciones a este descontento. Algo ocurre en Francia que no está directamente ligado al ciclo, más o menos desfavorable, de la coyuntura económica.
Es posible que el descontento social tenga mucho que ver con cuestiones de naturaleza estructural, en un marco institucional que muestra signos de agotamiento, como la cada vez más cuestionada eficiencia del sistema educativo en la igualdad de oportunidades, la integración de la población inmigrante, el declive de Francia como potencia económica en Europa, la dispar distribución espacial de la riqueza (no tanto entre regiones como entre urbe y periferia) y el miedo subjetivo a una globalización que forma parte de nuestras vidas desde hace lustros.
Si todo esto, que no es nuevo, ha cristalizado ahora probablemente sea porque el terror ha actuado como catalizador de ese malestar colectivo. El impacto emocional de los atentados de Charlie Hebdo, Bataclán y Niza ha supuesto el despertar de los franceses a una vulnerabilidad que desconocían. En el país de Descartes, las nociones de patria e identidad han tomado el paso sobre la razón. Donde antes los franceses conciliaban sin reparo alguno la retórica de la igualdad con la defensa orgullosa de su modelo de élites, ahora todo son dudas.
Hace cinco años el electorado francés rechazó las soluciones de la derecha gaullista en la persona de Sarkozy, quien no sólo no fue reconducido en su mandato sino que, en su retorno, fue derrotado en las primarias de un partido del que controlaba todos los resortes. Lo rebautizó como Les Républicains, haciendo uso partidista de unos valores que, en Francia, son sociológicamente transversales (¿quién no se siente republicano, a izquierda o derecha?). La puntilla a la derecha gaullista ha venido de la mano del “affaire Pénélope”, tras la victoria inesperada de Fillon en las primarias, gracias a una hoja de servicios supuestamente impoluta que ni Sarkozy ni Juppé estaban en condiciones de presentar.
Hoy el rechazo lo concita la izquierda socialista, con Hollande, Valls y Macron como máximos exponentes de un quinquenato perdido. El presidente saliente no resultó ser ese monarca republicano que debía colocar a Francia en el lugar que le corresponde en Europa (si el eje franco-alemán ha mantenido el pulso estos últimos años ha sido principalmente gracias a Berlín). Además, en un país culturalmente keynesiano, Hollande prefirió las políticas de oferta a los estímulos de demanda, con un resultado decepcionante en términos de crecimiento y empleo. Y, lo que es peor, pasó de largo de cualquier reforma de carácter estructural, como si los problemas de fondo no formaran parte de su agenda. Sólo se atrevió con el mercado laboral, y no en el sentido que sus electores habrían esperado.
La quiebra del pacto republicano
La quiebra del pacto republicanoEn la primera vuelta de las elecciones legislativas de 2012, el Frente Nacional obtuvo el 13,6% de los votos válidos emitidos. Con el sistema electoral francés de doble vuelta, mayoritario y con circunscripciones de reducido tamaño, este resultado se tradujo en tan sólo dos diputados frontistas, apenas un simbólico 0,4% de los 577 que componen la Asamblea Nacional. Esto ha sido posible no solamente porque el sistema esté pensado para que los electores puedan evitar al partido menos deseado sino, sobre todo, porque las fuerzas democráticas han establecido un cordón sanitario en torno a quien suponga una amenaza a los valores fundamentales de la República.
La quiebra de ese muro de contención es el gran éxito de Marine Le Pen que, al contrario que su padre, ha conseguido normalizar el discurso histórico del Frente Nacional hasta homologarlo al del resto de participantes en el juego democrático, mérito que debe figurar en el debe de algunos de sus teóricos detractores en la extrema izquierda francesa (“France Insoumise” de Mélenchon) y europea (Podemos). En este sentido, tiene relevancia simbólica la indefinición del Papa Francisco, que contrasta con la postura de destacados miembros de la Iglesia católica francesa en 2002. La caricatura del votante lepenista ha quedado superada por una realidad que dice que sus electores son, o pueden ser, “monsieur ou madame tout le monde”.
Una victoria del Frente Nacional en la segunda vuelta de las presidenciales sería una derrota del sistema sin paliativos, toda vez que Macron cuenta con el apoyo más o menos explícito de la inmensa mayoría de las fuerzas políticas, agentes sociales y medios de comunicación del país. La llegada de Le Pen al Elíseo supondría que los franceses han querido derribar los muros de contención establecidos a tal efecto, y lo habrían hecho para colocar en la Jefatura del Estado a quien, entre otras cosas (desde un programa económico catastróficamente inconsistente, hasta la derogación del matrimonio homosexual, pasando por el más recalcitrante anti europeísmo), propone la deportación de niños inmigrantes escolarizados al tiempo que niega la responsabilidad francesa en la vergonzante redada del Vel d’Hiv, durante la ocupación nazi.
Las encuestas apuntan a que le va a faltar a Le Pen una dosis de populismo para ganar las elecciones. Si en lugar de una negativa total a la UE, que trata de enmendar a última hora, hubiera brindado al sol reclamando a Bruselas un “cheque francés” y el liderazgo galo en la política exterior y de seguridad común, la diferencia podría haber sido determinante. Le toca a Europa demostrar que el nuevo fascismo se combate, desde los valores fundacionales de la UE, corrigiendo las asimetrías y ataduras de una arquitectura institucional de diseño infructuoso. Se trata de la supervivencia misma del proyecto europeo, del progreso económico y de la cohesión social.
Victoria sobre una fractura social
Victoria sobre una fractura socialEntre Macron y Mélenchon, primero y cuarto en la primera vuelta de estas elecciones presidenciales, tan sólo median cinco puntos de intención de voto (en España, si nos atenemos a los resultados de las últimas elecciones generales, esta diferencia es aproximadamente de 20 puntos, y de casi 10 puntos entre los dos primeros partidos). Sería conveniente que Macron diese muestras de haber comprendido que quien presida Francia lo hará sobre la base de una sociedad fracturada. Él mismo ha llegado en cabeza a la segunda vuelta de las presidenciales gracias al voto útil de una parte del electorado socialista que no necesariamente cauciona su programa.
Si Macron, para alivio de la comunidad internacional, se impone finalmente en la carrera al Elíseo, deberá asumir que tiene por mandato fundamental aplacar los síntomas del descontento social, identificar sus causas últimas y actuar sobre ellas con absoluta determinación. No hay más programa que ese, sin margen de error. Y tendrá que afrontar esta tarea con el Gobierno que pueda formar tras unas elecciones legislativas en las que no es seguro que vaya a conseguir una mayoría parlamentaria propia. Necesitará el apoyo de Europa para evitar lo peor, porque la semilla del Frente Nacional ha germinado. Europa, siempre Europa.