El Señor y el anillo

15 de julio de 2020 21:44 h

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“La práctica de la justicia es en sí misma lo mejor para el alma considerada en su esencia, y que ésta ha de obrar justamente tenga o no tenga el anillo de Giges”

Platón. La República

No cabe duda de que Juan Carlos de Borbón ha perdido el anillo de Giges. El Señor ya no puede conseguir la invisibilidad de la que gozó durante todo su reinado. Fue Platón, precisamente en su obra 'La República', el que transmite el mito del anillo que el pastor Giges encontró en un cadáver y que sólo con voltearlo en el dedo le permitía volverse invisible para que todas sus acciones, así realizadas, no fueran percibidas. En el momento en que estuvo seguro de este poder, fue a palacio sedujo a la reina, mató al rey y se apropió del reino entero. En su diálogo, el filósofo ateniense ejemplificaba cómo el ser humano variaría considerablemente su actuación moral según fuera ésta conocida y juzgada o si, por el contrario, estuviera seguro de que nadie iba a ser testigo de la misma. Este mito ha inspirado muchas reflexiones, de la que quizá la más conocida es la adaptación realizada por Tolkien.

El anillo de Giges del rey emérito se empezó a construir con el miedo de la transición y se forjó después con la aquiescencia de políticos, empresarios, periodistas y cortesanos varios de un monarca que presumía de no tener Corte. En la villa, sin embargo, eran muchos los que de siempre han sabido que Juan Carlos I giraba su anillo en el dedo cada vez con mayor frecuencia y cada vez con mayor atrevimiento. Mientras el rey jugueteaba con los principios morales, no sólo privados sino públicos, y se mofaba impune de aquellos atinentes a la propia ejemplaridad de la monarquía, el resto de los responsables institucionales confiaban en el poder del anillo, que su silencio y devoción había forjado, para evitar cualquier turbulencia. El propio monarca manifestó más de una vez a sus íntimos ser conocedor de que el pueblo español perdonaba muy bien las cosas de la cintura para abajo pero muy poco las de cintura para arriba, sobre todo las de la billetera. Siguió, sin embargo, cubriéndose con el manto de invisibilidad para darle duro a ambas. Ahora que el poder del anillo de Giges se ha perdido, el monarca se ha quedado desnudo frente a su pueblo y eso ya no tiene ningún remedio.

Que Madrid además de villa es corte resulta palmario en estos días extraños de un verano atípico en el que los mentideros del poder dan vueltas a cómo solucionar esa pérdida mágica que no sólo deja en bolas al padre sino que amenaza con quitarle la cobija también al hijo y, con él, al sistema. Hablan los que son consultados de verdad y también a los que no les van a preguntar nunca pero quieren dar la impresión de que cuentan e, incluso, los que desearían que sus designios fueran hechos y saben que les sale mejor influir en el ambiente que en Zarzuela. Todavía se cuentan entre ellos nada ingenuos monárquicos de profesión que pretenden que el marketing puede salvar este escollo. El resto, que son los que más proliferan, son lo suficientemente inteligentes para saber que de la imagen y el prestigio de Juan Carlos I sólo quedan cenizas y que lo más probable es que aventarlas sea la única opción.

Los obstáculos que se alzan frente al antiguo monarca no son tanto judiciales, estos son los que menos preocupan, puesto que abunda la idea de que la inviolabilidad cubriría sí o sí casi todos sus actos y entre esta y el instituto de la prescripción es muy difícil que la cosa se complique en ese ámbito. No, lo insoslayable es el lodo que cubre tales actividades. La ejemplaridad se tambalea con un yerno en prisión y un suegro que acarrea dinero en maletines que cuenta cual tío Gilito en la sede de la Jefatura del Estado de España. Ni el pueblo español ni las cancillerías extranjeras pueden sustraerse a esta imagen obscena que antes cubría la invisibilidad que entre todos le aportaron. Juan Carlos I ha lanzado a la escoria de la historia reciente su legado y sólo las generaciones que ya no veremos sabrán si la historia con mayúsculas rescata del lodo alguna parte.

La cuestión ahora es la institución. Eso lo tienen claro los republicanos de izquierda pero también los republicanos de derecha y de muy derecha, que los hay, y que nunca han llevado bien que la monarquía no fuera su monarquía, la enseña de sus valores, y la espada de sus designios. Entre todos agitan las aguas por ver si hay zozobra.

Más de una vez les he contado que la razón no es el método adecuado para asumir la monarquía en el sentido de que no hay argumento posible que justifique que la Jefatura del Estado se transmita por vía vaginal. Los monárquicos sobrevenidos siempre salvaban este escollo apoyándose en la muleta de la utilidad. La utilidad hacía que una institución barata y neutral fuera un símbolo sin mácula que no podía molestar a nadie y que resultaba conveniente para todos. Ahora todo este enunciado salta por los aires en la figura del anterior rey y aún no está claro que el rey actual vaya a ser capaz de apuntalarla.

Ahí reside el problema real, en ambas acepciones del término. El anillo ha perdido su poder. No hay manos para achicar tanta vía de agua. El rey Felipe VI ha salido de palacio, tal y como su padre le ha aconsejado tantas veces, para comprobar que España no es Madrid y para intentar que el pueblo entienda que él no es su padre, que no hace chascarrillos, que no borbonea pero que entiende que sin ejemplaridad la salida siempre acaba siendo franca. La de su padre, antes que la suya.

El tiempo apremia.