La acusación de terrorismo es muy grave y tiene consecuencias de vital importancia para las personas que la reciben. Para empezar, puede dar con tus huesos en una prisión preventiva y esta se puede alargar de una manera que es contraria a la presunción de inocencia y que atenta contra los derechos fundamentales. El terrorismo es una vía violenta que suele conllevar destrucción material y suele dejar víctimas heridas o muertas, por lo que se genera un clima de terror. Por tanto, que alguien sea acusado de terrorista es señalarlo con un dedo que marca severamente su prestigio, lo tiñe de lo peor, busca condenarlo al ostracismo social y tiene consecuencias futuras, incluso si la persona es posteriormente absuelta de esos cargos.
Es, sin embargo, una acusación que los poderes políticos, a través de sus brazos policiales y judiciales, llegan a utilizar para contener movimientos que no favorecen a los intereses del sistema. Y, de manera paradójica, que se anuncie una operación contra el terrorismo genera un clima de terror, aunque no se haya llevado a cabo acción terrorista alguna por parte de las personas acusadas e incluso si no son suficientes las pruebas aportadas para tal acusación.
Nos parezca lo que nos parezca, el movimiento por la independencia de Catalunya ha sido y es un movimiento pacífico, salvo por la violencia desatada el 1 de octubre de 2017 por los agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional del Estado español contra personas catalanas de toda edad y condición, una violencia contra unas urnas cuya única amenaza era la de un resultado que solo habría puesto algo de luz sobre el conflicto con Catalunya. Conflicto que no es otro, precisamente, que el de no permitir unas pacíficas urnas. Una cuestión compleja, que podría simplificarse con un democrático referéndum, se ha querido enmarañar hasta volverla irresoluble y se ha criminalizado espuriamente, hasta culparla de una buena parte de los males que aquejan a la hasta ahora nación común.
Por más esfuerzos que hiciera el nacionalismo españolista, no se había logrado, sin embargo, que el independentismo catalán abandonara las vías pacíficas, y no hay nada que crispe más a un crispado que la calma que mantiene su adversario. Después de las hostias que sustituyeron a las palabras gruesas, vinieron los presos políticos, que son palabras mayores. Y ni siquiera esa salvaje prisión preventiva de dos años llegó a provocar violencia en las calles catalanas. Siempre que convengamos, claro, que un lazo o una pancarta no lo son.
Pero se acercaba el segundo aniversario de aquel 1-O que mostró al mundo la violencia españolista; se acerca la sentencia del procés, que se espera en esta primera quincena de octubre tras unos juicios que mostraron de forma clamorosa la parcialidad españolista de los jueces; y se acercan unas nuevas elecciones generales que buscan recuperar el bipartidismo utilizando de nuevo a Catalunya como arma arrojadiza. Hay hostias pretéritas, presos a los que ya se despojó de la categoría de políticos y fachoso boicot al cava. Hasta ahora, no ha habido otra violencia, pero la detención de nueve personas y el encarcelamiento de siete de ellas por presuntos delitos de terrorismo ayuda a la criminalización del movimiento independentista catalán.
Aún no sabemos cuáles son las pruebas reales que se imputan a los detenidos porque quienes presuntamente las tienen se niegan a aportarlas bajo el socorrido secreto de sumario. Lo que sí es real es la prisión. Y es real el efecto de la palabra terrorismo: el clima político preelectoral que ha generado, los titulares que dan por hecho lo que no se sabe y, de nuevo, las amenazas. El 155 ha vuelto a estar en boca de quienes no han sido capaces de dialogar la situación catalana desde el respeto por la diferencia y con la voluntad de resolver el conflicto de la única manera en la que se podrá resolver: negociando un referéndum. Que Pedro Sánchez califique de “serena firmeza” la posibilidad de que su gobierno aplique en funciones el 155 solo ayuda a prender mechas que no se han encendido. Advierte, sin embargo, a los independentistas de que no “jueguen con fuego”, como si, en realidad, anticipara el incendio de la sentencia inminente.
En los últimos días Sánchez ha usado mucho la palabra “bloqueo”, pero no precisamente para aplicarla a la situación de Catalunya, que lleva demasiado tiempo bloqueada en las únicas respuestas que ha obtenido del Estado: falta de diálogo, violencia policial, represión de los líderes políticos y criminalización del activismo. Ya que el presidente en funciones aspira a reforzar sus posiciones en el turbio espacio del centrismo (ya incluso se refiere como “extrema izquierda” a quienes en la anterior campaña electoral señaló como sus más razonables socios de gobierno), más le valdría proponer vías políticas para el fin de ese bloqueo, en vez de amenazar con serenas firmezas que ya sabemos lo que son. Sería su mejor estrategia electoralista, aunque no se atreva a reconocerlo. Opta por lo consabido, por el fracaso. Su pan para hoy (para el 10N) será hambre para mañana (quién sabe si no para el 10N también).
Pues, lejos de buscar esas vías, lo que se ha encontrado, de pronto, justo ahora, son presuntos terroristas. Qué casualidad. Resulta muy sospechoso que una operación antiterrorista se lleve a cabo precisamente en fechas tan delicadas, cuando se supone que la investigación policial disponía mucho antes de presuntos indicios. Sería muy grave que una acusación tan grave no estuviera basada en graves hechos reales. Porque lo que sí es real es la prisión. Y es real la palabra terrorismo, lo que genera, lo que detona. Sería muy grave, demoledor, que se utilizara tal acusación en un intento partidista por favorecer el propio resultado electoral. Pero, además, no arregla nada. Por mucha serena firmeza con la que se quiera vender.