Uno de los temas de los que más difícil resulta escribir es la felicidad. Se lo había leído a Salman Rushdie en algún lugar y no dejé de pensarlo a lo largo de las páginas de El olvido que seremos. La conmovedora memoria de Héctor Abad Faciolince narra esa feliz vida familiar que disfrutó en su infancia y su juventud. Hasta que asesinaron a su padre.
Todas sus páginas son una recreación de esa felicidad a la que los griegos llamaban eudaimonia, un estado de plenitud y equilibrio que no está exento de malas rachas, dificultades, problemas. Una felicidad natural, o sea, con escollos. Al mismo tiempo, sobre cada una de sus páginas se cierne, sin mencionarla apenas, la sombra de la muerte del padre: el lector sabe que ocurrirá y eso va tiñendo la alegría cotidiana de un dramatismo sordo. Cuanto más feliz es el retrato de la familia y del propio Abad Faciolince, más triste es ver acercarse el asesinato. Lo paradójico es que todas nuestras vidas son así: sabemos que la muerte irrumpirá, sólo por el hecho de que estamos vivos. Abad escribió sobre esto una gran novela, haciendo planear sobre la felicidad la inminencia de la muerte que nos acecha siempre, aunque nos hagamos los locos.
Me acordé de todo esto anteayer, cuando llegaron las primeras noticias desde Kramatorsk, en la región oriental del Donetsk, Ucrania. Abad se encontraba en el restaurante donde cayó un misil ruso y mató a once personas. Se hallaba con otros escritores, entre ellos la ucraniana Victoria Amelina, que a estas horas se debate entre la vida y la muerte. “En un momento de risa nos vimos en el infierno”, ha declarado el escritor colombiano a El País. Un segundo te estás riendo y al siguiente estás en el infierno. Ese es el arco de nuestra vulnerabilidad. O como él lo pone en su novela: «Nuestra felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación.»
El padre de Abad, un activo médico, comprometido con evitar el sufrimiento de sus compatriotas desde una posición cívica antes que política, fue asesinado por los paramilitares colombianos en 1987. Gracias a la novela de su hijo se entiende muy bien la amenaza que suponía su figura para sus asesinos: era su mero trabajo ciudadano, antes que una actitud explícitamente política, lo que evidenciaba cuán sencillo es contribuir al bien común, en lugar de destruir una sociedad. Lo que le ha ocurrido a Abad hijo me ha recordado esos pasajes de la novela, y cómo la vida estuvo a punto de repetírsele a Abad de forma cruel, casi sarcástica. Uno puede no querer tomar partido más que por la vida y en contra de la muerte impuesta por una invasión ilegal. Con esa actitud iba él a Ucrania, no como periodista o escritor, según ha explicado, sino como un simple ciudadano cuyo ánimo era impulsar la campaña “¡Aguanta, Ucrania!”, en solidaridad con ese país agredido.
A veces, por más que uno no tome las armas, otros se las tiran encima. Abad Faciolince ha contado que la misma tarde de la explosión había hablado con un soldado ruso: “Nos dijo que era universitario y pacifista, pero tras la invasión rusa había entendido que ellos sólo iban a comprender el lenguaje de la fuerza y que, por un momento, hacía un paréntesis en su pacifismo”.
En ese paréntesis uno puede volar por los aires. O sobrevivir para acordarse de lo que le hacía reír un segundo antes de ser enviado al infierno. El escritor y sus amigos bromeaban respecto al toque de queda en Kramatorsk, que obliga a cerrar los bares y restaurantes a las ocho de la tarde. Sus elucubraciones picarescas los dirigían risueños hacia las distintas tretas con las que podrían conseguir alcohol en una ciudad cercana al frente donde rige la ley seca.
Como sucede en El olvido que seremos, la sombra de la muerte intensifica el disfrute de la vida, y tal vez esa sea el único don que nos regala, aquí y ahora. Hemos de apresarlo porque, siguiendo el soneto de Borges que inspira el título de la novela, “ya somos el olvido que seremos”. No empezaremos a ser olvidados al morir, sino que ya lo somos mientras vivimos. No se me ocurre una alegoría más precisa de la situación en Ucrania. También los ucranianos empezaron a correr el riesgo de ser olvidados en el mismo momento en que plantaron cara y, con su valor, convirtieron el paseo militar previsto por Putin en una guerra. No olvidarla es un imperativo. Héctor Abad se arriesgó a recordárnoslo.