La larga lucha de los sindicatos franceses en la calle para intentar detener la reforma de las pensiones de Emmanuel Macron, con sus marchas multitudinarias y sus barricadas, causa lógica fascinación en la izquierda española, que a menudo murmura en voz baja: ¿y por qué no tenemos unos sindicatos tan combativos aquí?
Y es que los sindicatos mayoritarios en España tienen que lidiar desde hace años con agresivas campañas de la derecha, que a través de sus terminales mediáticas suelen caricaturizarlos como un hatajo de vagos y chupópteros, y a la vez deben intentar contrarrestar las críticas de sectores de la propia izquierda que los encuentran demasiado acomodaticios y hasta traidores, poco dados en cualquier caso a revueltas a la francesa.
Y sin embargo, la comparación en los últimos años entre los sindicatos franceses, sumidos en realidad en una crisis profunda de militancia y sin apenas victorias que celebrar, y sus pares españoles, que han consolidado una dinámica unitaria, apuestan por la concertación social y han aumentado la influencia sobre varios partidos de la izquierda de gobierno, se inclina muy claramente a favor de estos últimos: la épica de las barricadas es sin duda más excitante, pero las centrales españolas parecen mucho más eficientes a la hora de conseguir mejoras para los trabajadores y las clases populares.
Una reciente investigación de Funcas, que radiografía la evolución de la sociedad española en los últimos 40 años y la compara con otros países de Europa, aporta datos que hacen añicos tanto el mito de la fortaleza sindical francesa como el del declive de las centrales españolas, este último proclamado por tierra, mar y aire desde hace añares por las terminales mediáticas de la derecha: Francia es uno de los países europeos con la afiliación sindical más baja –sólo se adhieren a un sindicato el 9% de los trabajadores– y su fuerza no deja de declinar desde la década de 1980, cuando el porcentaje rondaba el 15%. En cambio, en España la tendencia es justo la inversa por mucho que se haya impuesto de forma interesada el relato de la decadencia: los últimos datos de afiliación superan el 16% en el periodo 2010-2018, sensiblemente por encima del 12% en la década de 1980. En ningún otro país europeo ha crecido tanto la afiliación sindical en las últimas cuatro décadas.
¿Desahogo o resultados?
Las huelgas y las protestas deberían medirse siempre en función de si consiguen o no los objetivos que llevaron a la movilización. Se trata de herramientas de lucha para alcanzar objetivos concretos, no fórmulas para expresar desahogo y malestar genérico, porque en este caso acaba aumentando la frustración. Aunque parezca obvio, no siempre lo es para todos los que llaman a la huelga sin estudiar antes minuciosamente las posibilidades de triunfo: a subrayarlo puso el foco el histórico dirigente anarcosindicalista de la CNT Juan García Oliver (1901–1980), que en sus memorias, El eco de los pasos, reeditadas recientemente por Virus Editorial, arremete contra las mitificadas huelgas indefinidas que tan a menudo promovían los aprendices de revolucionarios y que solían saldarse con fracasos que, en la práctica, hundían más en la miseria a las familias trabajadoras.
Y eso que García-Oliver fue él mismo un revolucionario que iba siempre “a por el todo”, pero teniendo muy claro que el fin de las huelgas no es otro que ganarlas.
La legítima y justa movilización de los sindicatos franceses no parece en cambio que vaya en esta dirección. Ni a corto ni a medio plazo: Macron ya ha aprobado su polémica reforma de las pensiones –incluso pisoteando la democracia, al imponerla sin contar con el aval del Parlamento–, y ahora los sondeos no solo no mejoran las expectativas de la izquierda, sino que propulsan a la ultraderechista Marine Le Pen, que es la única beneficiada política del conflicto y ya se sitúa en cabeza para las próximas elecciones.
La sombra de las largas y heroicas luchas de los mineros británicos, que entre 1984 y 1985 desafiaron a Margaret Thatcher (1925–2013), se torna cada vez más presente: en su día, la primera ministra conservadora no solo no cedió a las justas reivindicaciones de los mineros por principio, sino que su objetivo, aguantando el pulso de forma intransigente, perseguía una derrota total del sindicalismo para sacar de circulación a tan molesto antagonista, acelerar con ello su agenda neoliberal y, finalmente, reforzar sus propias expectativas electorales. Es exactamente lo que acabó sucediendo.
Discreción eficiente
En España, en cambio, la situación es justo la contraria de Francia o del Reino Unido de Thatcher: los sindicatos CCOO y UGT han construido, sin alharacas ni imágenes épicas, una sólida unidad de acción, que dura ya casi cuatro décadas, y una potentísima red de complicidades políticas, que además es muy plural al implicar a casi toda la izquierda en la defensa de sus reivindicaciones.
Esta alianza viene siendo clave a la hora de conseguir que la izquierda llegue al poder, de forzar luego que se ponga de acuerdo para gobernar y, finalmente, de influir en el contenido de las leyes que se promulgan. Esta legislatura, con gobierno de coalición de izquierdas, está siendo particularmente fructífera en la adopción gubernamental de la agenda de los sindicatos: aumento de casi el 50% del salario mínimo, reforma laboral para favorecer la calidad del empleo y recuperar el poder de los sindicatos en los convenios colectivos –lo que, a su vez, redunda en mejoras futuras para los trabajadores– y, ahora, una reforma de las pensiones en las antípodas de la de Macron: centrada en mejorar las prestaciones más bajas y en aumentar los ingresos del sistema para hacerlas sostenibles.
Y todo ello sin una huelga, por mucho que se pongan las manos en la cabeza los aspirantes a revolucionarios ávidos de emociones fuertes.
Los sindicatos franceses se manifiestan mejor, pero los españoles parece que ayudan a votar mejor (según sus intereses). Su gran reto es ahora evitar que la izquierda de la izquierda, donde tantas complicidades han logrado forjar, compita entre sí en las próximas elecciones generales y les condene con ello a convocar épicas manifestaciones contra las medidas que adopte un eventual Gobierno conservador.