La ley de amnistía está aprobada. Sus consecuencias sentimentales durarán, de un lado y del otro, pero ahora, dejando de lado posibles inflamaciones emocionales u objeciones técnicas (o lo uno disfrazado de lo otro) en la judicatura, pesa más lo concreto. ¿Para qué va a servir esto?
Sabemos que ya ha servido para algunas cosas. En primer lugar, ha permitido que el socialista Pedro Sánchez forme gobierno con los votos, entre otros, del independentista conservador Carles Puigdemont. Guste o no, eso es un hecho. Otra cosa son las perspectivas: el actual Gobierno de Sánchez no parece el más sólido y fiable de la historia. En segundo lugar, la amnistía ha dado un buen rendimiento electoral al PSC, en parte porque ha desteñido (desde el punto de vista de los partidarios de la independencia) el “estigma” del apoyo socialista a la aplicación del artículo 155.
En un futuro próximo servirá también para que más de 40 policías y centenares de manifestantes que cometieron excesos (nunca tendré estómago para llamar a eso “terrorismo”) se libren de juicio o de prisión. Me repugna un poco que se amnistíe a Puigdemont, porque se trata claramente de un arreglo por el que, a cambio de unos votos, un político perdona los delitos de otro. Cualquier otra explicación constituye una patraña. En cambio, estoy a favor de que la tropa, lleve uniforme o pasamontañas, se libre de pagar por los errores y los horrores de sus jefes. También estoy a favor de que vuelvan los cargos intermedios “exilados” (Serra, Campmajó, etcétera), para que puedan presumir de su peripecia durante el resto de sus vidas. El folclore popular se nutre de esas leyendas.
¿Servirá la amnistía para desbloquear Cataluña? ¿Acabará por fin la condena de los gobiernos frágiles e inoperantes? A corto plazo, lo dudo mucho. En el futuro previsible, el independentismo mantendrá una base cercana al tercio del electorado y sufrirá el castigo de los suyos si se atreve a pactar, dentro del ámbito catalán, con fuerzas “españolistas”. Unos y otros se verán obligados a comportarse como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer.
A largo plazo, quién sabe. Resulta interesante observar la experiencia de Quebec, porque ofrece una perspectiva temporal amplia. En 1985, el gobierno provincial de Quebec convocó un referéndum para saber si el electorado le concedía o no permiso para negociar con el gobierno central un acuerdo de secesión. El 60% dijo “no”. En 1995, nuevo referéndum con pregunta abstrusa: “¿Acepta usted que Quebec sea soberano después de haber ofrecido formalmente a Canadá una nueva asociación económica y política en el marco del Proyecto de Ley sobre el futuro de Quebec y del Acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”. El “no” ganó por los pelos, con un 50,5% de las papeletas.
Si el gobierno provincial de Quebec sabía hacer florituras verbales, también se mostró talentoso en ese arte el gobierno federal de Ottawa. Tras una consulta a la Corte Suprema, aprobó un artefacto que denominó “ley de claridad”. No se estableció qué tipo de pregunta y qué nivel de mayoría serían apropiados para que un nuevo referéndum llevara a la secesión, porque eso habría sido demasiado claro para una “ley de claridad”. Lo que se hizo fue otorgar al Parlamento federal la última palabra sobre ambas cuestiones. Y esa última palabra sólo debería pronunciarse en caso de que se convocara un tercer referéndum, no antes. O sea, nada quedó claro.
¿Cómo están ahora las cosas, casi 30 años después? La principal fuerza independentista, el Partido Quebequés, se estropeó por falta de uso. Antiguos independentistas y unionistas de distinto pelaje confluyeron en la Coalición Porvenir Quebec, una fuerza que se define como “nacionalista, autonomista y conservadora” (¿no les suena a la vieja Convergència?) que en 2018 ganó las elecciones y en 2022 obtuvo una amplísima mayoría absoluta. La independencia ya no forma parte del debate.
El ejemplo de Quebec demuestra que se puede salir del bucle sin necesidad de genialidades. No hubo nada ilegal en aquellos referéndums y, por tanto, no se planteó la opción de la amnistía. Permítanme opinar que en Cataluña, con amnistía o sin amnistía, son esenciales, como en Quebec, el paso del tiempo y el peso de la realidad. No esperemos cambios inminentes en este proceso tan frustrante para todos.