Un sistema de protección social que ni cuida ni se cuida

7 de julio de 2020 21:18 h

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“Si se pudiera solucionar la pobreza con planes estratégicos y voluminosos informes, España estaría a la cabeza”. Esta es una de las demoledoras afirmaciones que contiene el informe que sobre nuestro país acaba de presentar el Relator Especial de extrema pobreza y derechos humanos de Naciones Unidas. Si hay pobreza en el Estado español, afirma Philip Alston, es porque durante la última década los distintos gobiernos (autonómicos, locales y centrales) han tomado la decisión política de que así sea mientras han ido aprobando políticas fiscales que han favorecido mucho más a las clases acomodadas que a las clases más empobrecidas. 

El representante de la ONU señala en su informe cómo España debe cambiar precisamente esas políticas, las tributarias. No habla de impuesto a los ricos porque sería una manera torpe y populista de autoboicotear el rigor de su propio informe. Pero sí dice que para luchar contra la pobreza hay que realizar las inversiones necesarias en materia de protección social, educación, vivienda y sanidad, además de lograr un presupuesto equilibrado con un sistema suficientemente progresivo y detener el fraude fiscal y la evasión de impuestos. En definitiva, si las administraciones públicas quieren que su ciudadanía tenga unas condiciones de vida mínimamente cubiertas, el dinero público ha de estar en las arcas del Estado. 

Desde hace cuatro años, la Fundación Foessa (el centro de estudios de Cáritas) viene alertando de cómo en España la desigualdad y la precariedad se viene cebando con una cuarta parte de la población. Coinciden sus diagnósticos con los de la ONU y los de Oxfam, pero como los informes no son los que sacan a la gente de pobre, lo que se necesitan son hechos por parte de los responsables de diseñar, desarrollar, ejecutar y evaluar las políticas públicas. Detrás de las situaciones de pobreza hay vulneraciones de derechos, la principal tiene que ver con las dificultades para acceder a un sistema de protección social anclado en una estructura exageradamente burocrática. 

En España hay una grave carencia de cultura (o de interés) sobre cómo ha de incorporarse la lógica de los derechos humanos al sistema de protección social. Se viene de una tradición de intervención social muy basada en la caridad y en el papel que las congregaciones religiosas, voluntariados y organizaciones sociales han venido realizando. En un plano más institucional, se observa cómo por un lado existe un fuerte estigma social sobre la persona que ha de acudir a servicios sociales a pedir una ayuda y, por otro cómo estos están cada vez más debilitados por recortes y deficiencias estructurales.

A esa debilidad y al estigma se añade una lógica asistencialista que parte de una especie de desconfianza hacia quienes piden ayuda como si estas personas fueran potenciales defraudadores. De esta forma, alguien completamente fragilizado por su situación personal, social y/o familiar se encuentra con que tiene que demostrar que es merecedor de esas prestaciones como si estas fueran propiedad de la administración pública y no parte de sus derechos económicos, sociales, civiles y políticos.

Hace unos días, en la Comisión de Reconstrucción, Daniel Raventós, al hablar de la estigmatización asociada a las ayudas sociales recordaba con acierto una cita del libro imprescindible de Sara Mesa, Silencio Administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático: “A los pobres los queremos agradecidos, puros de corazón, impecables, que no digan una palabra más alta que otra, que den siempre las gracias y no insistan, que se acerquen un poco, pero que se retiren enseguida, que se gasten nuestras limosnas en lo que nosotros decidamos que se las deban gastar, que no haya una sola mancha en su pasado, ni un desliz”.

Precisamente, sobre cómo erradicar esa mentalidad burocrática que obstaculiza el acceso a derechos humanos con trámites, requisitos y citas irrazonables nada dicen las conclusiones provisionales del Grupo de Trabajo de Políticas Sociales y Sistema de Cuidados de la Comisión de Reconstrucción. Parece que los políticos prefieren un sistema de protección social que anteponga el formalismo al bienestar de las personas como si los derechos individuales, indivisibles e inalienables pudieran someterse a una especie de subasta una vez que la persona que necesita ayuda haya superado una gincana infernal de burocracia. 

Si antes de la crisis de la COVID-19 el sistema de protección social era insuficiente e ineficaz, a partir de esta nos encontramos que el abandono a las personas que más ayuda necesitan es mayor y más descarado. Sin embargo, no conviene caer en el error fácil de buscar a los responsables de esta dejación de funciones entre los propios trabajadores de los centros de servicios sociales. Muchos de estos tratan de mantener su vocación a flote en medio de protocolos deshumanizantes, ambientes igual de burocráticos para ellos y falta de medios y cuidados hacia su propio desgaste. 

La mirada debería dirigirse más bien a esos políticos y partidos que anuncian en redes sociales grandes pactos mientras una cuarta parte de la población en España necesita que se hagan políticas de cuidados desde el mismo origen en el que se gestionan, distribuyen y facilitan las ayudas y apoyos sociales más básicos, urgentes y necesarios. Cuando no se es capaz de humanizar el trato desde los mismísimos servicios que ofrecen desde lo público la protección social, es muy difícil que alguien comprenda lo que está en juego. Y esto no es que un papel sea o no el correcto, sino que las personas sean tratadas con dignidad porque su recuperación es nuestra recuperación.