La celebración del último Congreso del PSOE coincide con un renacimiento de las opciones socialdemócratas en toda Europa, a caballo de la resignificación del papel del Estado y de la iniciativa pública en pleno proceso de salida del COVID. Si uno observa esta resurrección desde la comodidad de las apariencias, se podría llegar a pensar que pese que todo ha cambiado, la oferta socialdemócrata tradicional sigue siendo tan atractiva y eficaz como lo fue en los “gloriosos años treinta”. De alguna manera lo ratificó Felipe González en su discurso, citando a Willy Brandt y aquello de “la virtualidad de la socialdemocracia es que siempre tiene nuevos comienzos”. Oyendo a los líderes presentes y pasados del Partido Socialista, es innegable que el papel del partido en estos más de cuarenta años de democracia ha sido muy relevante en la gobernabilidad del país y que, gracias a su capacidad de adaptación, lo sigue siendo. Lo que Enric Juliana califica adecuadamente como “plasticidad”, puede también describirse como la capacidad de seguir vinculados al poder en la forma que sea. Ya que, como recordaban hace años Andreotti y aquí el mismísimo Alfonso Guerra, lo que desgasta es la oposición, no el gobierno.
Nadie discute que la legitimación de la acción pública institucional ha salido reforzada tras la crisis pandémica. A ello ha contribuido la amarga lección aprendida en la crisis del 2008, al aplicar a rajatabla los principios neoliberales de restricción del gasto público y la priorización absoluta del pago de la deuda. Lo que genera más dudas es si la vieja fórmula de combinar economía libre de mercado con mecanismos redistributivos convencionales, puede seguir funcionando de manera virtuosa, cuando al problema de una desigualdad que crece a escala global, se añaden temas tan de fondo como la concentración de poder económico en cada vez menos manos, las amenazas de la emergencia climática que obliga a repensar las relaciones entre sociedad y naturaleza, o las dudas sobre los impactos de fondo de la revolución digital en el mundo del trabajo con la inusitada pérdida de derechos laborales.
La creciente acumulación de poder del complejo GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft) y de los enormes Fondos de Inversión como BlackRock o Vanguard, que entre los dos manejan cerca de 15 billones de euros en activos y que condicionan de alguna manera u otra toda la economía del mundo occidental, ha hecho saltar todas las alertas. No es extraño que en Estados Unidos se insista en leyes antimonopolio y que incluso, desde el sector “progresista” del Partido Demócrata aumente la tensión con relación al funcionamiento del capitalismo contemporáneo y se reivindique como imprescindible el papel de los sindicatos para organizar el trabajo.
Los interrogantes y sombras que tales reflexiones proyecta sobre el futuro de la democracia son muy importantes. La gente vive con desasosiego esa creciente vulnerabilidad. No son pocos los que no acaban de ver como relacionarse con un contexto crecientemente segmentado, en una explosión de diversidad sin precedentes, y probablemente no acaban de ver una capacidad de respuesta suficientemente creíble desde el poder constituido. Se percibe una sensación de fatiga democrática que no es para nada irrelevante. La necesidad de protección aumenta y lo más complicado es que, a diferencia de lo que ocurría en el periodo de oro de las políticas socialdemócratas (1945-1975), esa necesidad de protección no es socialmente homogénea, ya que, en una sociedad cada vez más diversificada, muestra cada vez perfiles más específicos y diferenciados. Perfiles que buscan respuestas asimismo concretas y personalizadas.
Aumenta la desconfianza de la gente frente a instituciones revestidas de arrogancia tecnocrática o de populismo simplificador. Crecen las emociones. Las sensaciones de humillación, de resentimiento, de indignación, de amargura o de rabia. Que necesitan proyectarse y que encuentran muchas veces en unas instituciones lejanas y en unos políticos percibidos como insensibles. Dianas en las que proyectar y lanzar ansiedades y desconfianzas.
No se trata pues tan solo de pensar e implementar políticas adecuadas que permitan redistribuir beneficios, sino también de ser capaz de entender que lo que también se está discutiendo es cómo entendemos la vida. O, dicho de otra manera, si el capital y la lógica mercantil seguirán teniendo las manos libres para meterse en todos los rincones de nuestra existencia vital. La política democrática ha de recuperar capacidad de protección y ha de hacerlo de manera no jerárquica ni patriarcal. Deberíamos ser capaces de recuperar salidas colectivas a las emociones individuales sin posibilidad de conexión. Vivir en igualdad, no significa ser homogéneamente iguales, ni excavar sin cesar en lo que nos diferencia. Implica aceptar ese vivir entre semejantes, querer vivir en igualdad reivindicando mi ser distinto y aceptando el de los demás.
Y en ese punto es dónde aparecen los posibles límites de la tradición socialdemócrata. Cuando Pedro Sánchez dice que “los que antes nos criticaban por ser socialdemócratas, ahora nos reprochan no serlo lo bastante”, diría que no es un problema solo de intensidad, es también de objetivos, de problemas a resolver y de la manera de abordarlos. Volviendo al título de este artículo, si la respuesta sigue siendo la socialdemocracia, ¿cuáles son las preguntas?