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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Suecia, Finlandia y la OTAN

Analista de la Fundación Alternativas y general de brigada retirado —
16 de abril de 2022 21:41 h

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Los gobiernos de Suecia y Finlandia han anunciado el inicio de un proceso de revisión de su política de seguridad que podría conducir eventualmente a presentar su candidatura a la adhesión a la Alianza Atlántica, en muy breve plazo, incluso tal vez antes de la cumbre de Madrid en junio. La simultaneidad no es casual, lo más probable es que la decisión sea común, es decir que ambos presenten su candidatura o no lo haga ninguno. Para Suecia supondría romper una tradición de neutralidad que data de 1815. Para Finlandia terminaría un estatuto de convivencia, más o menos amistosa, primero con la Unión Soviética desde 1947, y después con Rusia desde 1991.

Es evidente que la causa inmediata de este movimiento es la agresión rusa a Ucrania, que ha supuesto un cambio sustancial en las condiciones de seguridad en Europa, el mayor desde el final de la Guerra Fría. Pero si se analiza con más profundidad la evolución reciente de la política internacional de estos dos países, cabría preguntarse si la guerra de Ucrania es la razón principal o más bien la oportunidad de culminar un proceso de acercamiento que se ha ido haciendo cada vez más estrecho en los últimos años, con su participación en maniobras y operaciones aliadas, por ejemplo, en Afganistán, dentro de la estructura OTAN.

En realidad, responder a la agresividad de Rusia parece más un pretexto que una necesidad. ¿Es Rusia una amenaza mayor para ellos de lo que fue la Unión Soviética? Hay que recordar que en ningún momento de la Guerra Fría Suecia y Finlandia pidieron su entrada en la OTAN, ni cuando la Unión Soviética intervino en Budapest en 1956 y en Praga en 1968, ni durante la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, que estuvo a punto de provocar la tercera guerra mundial. Se puede argüir que Hungría y Checoslovaquia eran entonces miembros del Pacto de Varsovia y estaban sujetos a la doctrina Brézhnev de soberanía limitada. Pero tampoco ahora se puede extrapolar la agresión a Ucrania a países como Suecia o Finlandia. En el caso sueco parece completamente inverosímil un ataque ruso, no hay ningún contencioso entre ambos. Los finlandeses se pueden sentir más vulnerables, ya que tienen una frontera de 1.300 kilómetros con Rusia, pero si esa frontera no ha sido vulnerada en 75 años, ¿por qué iba a ser atacada ahora? 

El caso de Ucrania es muy singular, aunque no único –algo similar sucedió en Georgia en 2008 y podría suceder en Moldavia–. Ucrania formó parte de la Unión Soviética, tiene un origen común con Rusia, algunos rusos todavía la consideran una parte escindida de su patria, y tiene en el este grandes zonas de mayoría rusófona, incluso rusófila, aunque el sentimiento prorruso ha disminuido drásticamente después de la invasión, excepto en las “repúblicas populares” de Donetsk y Luhansk. El régimen ruso actual considera a todos los rusófonos, vivan en Osetia del Sur, Abjasia, Transnistria o el Donbass, como parte de su nación, y por tanto merecedores de su protección. Esta concepción de confundir lengua, u origen étnico, con nacionalidad, es propia de todos los regímenes nacionalistas, recordemos que fue esgrimida por Hitler para anexionarse el territorio checoslovaco de los Sudetes en 1938, poco después de la unión con Austria. Incluso en tiempos más recientes –2010– Hungría concedió la nacionalidad a todos los descendientes de húngaros de lengua magiar que viven en países limítrofes, entre protestas de Eslovaquia y Rumania, que eran los más afectados.

Ni en Finlandia ni en Suecia hay minorías rusas o rusófonas, y por tanto es difícil comprender cuál sería el interés –o la excusa– de Moscú para atacar a estos países, o qué ganaría Rusia con ello. Por supuesto, su ingreso en la OTAN sería comprensible si estuvieran amenazados, pero no tiene mucho sentido si no lo están, como parece ser el caso. De hecho, Rusia los ha amenazado vagamente solo si se integran, aunque esta amenaza tampoco es muy creíble. Incluso en un hipotético –e indeseable– enfrentamiento entre Rusia y la OTAN su neutralidad podría mantenerlos a salvo, como mantuvo intacta a Suecia durante la Segunda Guerra Mundial.

Entonces, ¿por qué estos países se plantean ahora su ingreso en la Alianza Atlántica? Parece claro que, si las razones de seguridad no son muy sólidas, o no más sólidas que en otros momentos históricos, es que hay otras, y solo pueden ser de carácter político. La inhumana agresión de Rusia a Ucrania ha tenido un impacto enorme en la opinión pública y ha cambiado la percepción de muchos ciudadanos, influidos también por una abrumadora presión mediática prácticamente unánime. En Finlandia, donde antes de la agresión a Ucrania las encuestas daban entre un 24% y un 26% a favor del ingreso en la OTAN frente a un 51% en contra, los últimos sondeos muestran más de un 60% a favor. Aunque entre la población sueca las opciones estarían más equilibradas, en torno al 50%, el aumento de los favorables a la adhesión habría sido también espectacular. Naturalmente este estado de opinión tendrá repercusiones políticas. En Suecia, cuya primera ministra –socialdemócrata– fue elegida por dos votos de diferencia en el parlamento, habrá elecciones en septiembre y todos los partidos de centro derecha están a favor de la adhesión, lo que podría darles la victoria si el Gobierno actual no inicia un acercamiento a la Alianza. En Finlandia, la primera ministra –también socialdemócrata– está en minoría y necesita el apoyo de partidos de centro derecha como el Partido del Centro o el Partido Popular de la minoría sueca.

El primer movimiento de Suecia y Finlandia cuando se produjo el ataque ruso a Ucrania fue pedir que se activara la cláusula de asistencia mutua que contempla el artículo 42.7 del Tratado de la Unión Europea, a la que ambas pertenecen. Este artículo es muy similar en su formulación al artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, que dio origen a la OTAN, pero a diferencia de este último nunca ha sido desarrollado en una estructura de mando y de fuerzas que permita su aplicación efectiva, por la reticencia de algunos gobiernos y partidos políticos europeos a desarrollar una opción que convirtiera a la OTAN en menos necesaria o no decisiva. En consecuencia, la asistencia mutua tendría un carácter bilateral y no sería, de lejos, tan efectiva. El Parlamento Europeo ha pedido reiteradamente que el artículo 42.7 se use como base para la creación de una Unión Europea de la Defensa, que permitiría a la UE defenderse por sí misma, sin perjuicio de la alianza con EEUU, pero sin depender necesariamente de las decisiones que se tomen en Washington. La Unión ha emprendido este camino –tímidamente– con iniciativas como la Brújula Estratégica recientemente aprobada, pero aún está muy lejos de tener una capacidad militar propia, autónoma y suficiente.  

Por ello los gobiernos sueco y finés se vuelven ahora a la Alianza Atlántica como la única organización defensiva realmente eficaz. Esta opción ha sido además apoyada con entusiasmo por algunos países como Estados Unidos, Reino Unido, y otros europeos. El Secretario General de la OTAN, el noruego Jens Stoltenberg, ha manifestado reiteradamente que ambos países serían bien recibidos, que su adhesión podría ser rápida y exenta de dificultades, e incluso que podrían recibir garantías de seguridad hasta que el proceso de ratificación culminara.

Pero, lógicamente, ha sido muy mal recibida en Moscú. El portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov declaró que la ampliación no traería estabilidad al continente europeo, y Moscú ha amenazado con desplegar armas nucleares en la costa del mar Báltico, en el que todos los países menos Rusia serían miembros de la OTAN. En este escenario, continuar las ampliaciones de la Alianza Atlántica no parece que vaya a favorecer la distensión, sino todo lo contrario. Acorralar a la mayor potencia nuclear del mundo –o que se sienta acorralada, lo que a efectos prácticos no establece mucha diferencia– podría no ser la mejor idea, si lo que se quiere es la paz. 

Cuando el Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, impuso a Alemania unas condiciones insoportables, sembró la semilla de la Segunda. Después de esta, se aprendió la lección y se ayudó a Alemania (occidental) y a Japón a recuperarse económica y políticamente con excelentes resultados. En 1990 hubo una posibilidad de construir una arquitectura de seguridad europea que abarcara todo el continente, incluyendo a Rusia. Algunos dirigentes europeos como François Mitterrand y Olof Palme apoyaban la idea de la “casa común europea” propuesta por el presidente soviético Mijaíl Gorbachov. Pero EEUU no quiso y optó por ampliar la OTAN cada vez más hasta que Rusia se ha sentido amenazada.

Nada de esto justifica la ilegal y brutal agresión a Ucrania por parte de Rusia, que es quien ha iniciado este terremoto geopolítico. Pero sí suscita preguntas inquietantes: ¿Qué es lo que verdaderamente se pretende con todo esto por cada una de las partes? Y, sobre todo: ¿Está controlado? ¿A dónde nos conduce? Rusia no ha ganado nada, pero lo que hasta ahora han hecho los países occidentales no ha llevado al fin de la guerra, sino a la escalada y a la crisis económica en Europa que, como siempre, afecta a los más débiles. Es hora de olvidar los juegos de estrategia y empezar a trabajar seriamente por la paz.