Tiene razón Carlos Cuerpo, el ministro de economía, cuando sostiene con cierta ufanía que la oposición no le pregunta nunca en el parlamento precisamente porque la economía va bien, España tira como un cohete y esa evidencia les enturbia el relato de hecatombe nacional diaria sobre el cual construyen su estrategia. Si no creen al ministro, ahí tienen los datos; sin ir más lejos, ahí está el número de superricos. Acabamos de batir el récord nacional y vamos camino de aspirar seriamente a competir por la plusmarca europea.
Dicen los datos de la Agencia Tributaria que, en 2022, había en España 852 personas con un patrimonio de más de treinta millones de euros; un 2.5% más que el ejercicio anterior. Aunque debe de haber unos cuantos miles más y la economía debe estar mucho más sumergida de lo que parece si uno cuenta la cantidad de dueños de Lamborghinis que, en las redes sociales, se han sentido amenazados por el dilema de Pedro Sánchez entre transporte público y Lamborghini o directamente le han desafiado a intentar incautárselo.
Desde el año 2010, cuando todos vivíamos por encima de nuestras posibilidades menos -por supuesto- ellos, el recuento de superricos ha ido creciendo hasta casi cuadruplicar el número de superricos -235- que actualmente paga el impuesto de patrimonio; la cifra más baja en la serie histórica. Buena parte de la responsabilidad de una dinámica inexplicable en términos de eficiencia y justicia fiscal ha de atribuirse, tanto al diseño de un Impuesto de Patrimonio pensando para molestar lo menos posible a los señores propietarios, como a las exenciones fiscales concedidas por muchas comunidades autónomas; sin dinero para contratar médicos o profesores, pero sobrados de cash para regalar generosas dádivas a sus superricos locales.
Esta situación recibió una cierta corrección al establecerse en 2022 el llamado “Impuesto de solidaridad a las grandes fortunas”. Un gravamen extraordinario no excesivamente bien diseñado, al dejar abierta la vía para deducir la cuota teórica, no la real, pagada en el impuesto de Patrimonio, cuya permanencia en el sistema tributario está más que abierta a la discusión y aún hoy pendiente de revisión judicial en el Tribunal Constitucional; a instancia de las comunidades autónomas que tiene modificado en al menos el 50% el impuesto de patrimonio -Galicia, Andalucía y Madrid-.
El Impuesto de solidaridad a las grandes fortunas recaudó en su primer año una tercera parte de lo previsto: 623 millones. No deja de resultar llamativo que gravar, incluso con porcentajes tan magros como un 3.5% sobre patrimonios de más de 10 millones, se denomine una cuestión de solidaridad, no de justicia fiscal o redistribución de la riqueza.
Para tratarse de un infierno fiscal insoportable y un Estado de voracidad confiscatoria insaciable, hay que reconocer que España se conduce como un territorio más bien “friendly” para con los propietarios de riqueza. No resulta tan amistoso para quienes consumen o para quienes obtienen sus rentas del trabajo. Pero para quienes poseen riqueza la exquisitez en el trato y la disponibilidad de opciones para acumularla y disfrutarla se antojan muchas y variadas. Cuesta entender qué ven en Andorra que no tengan ya aquí.