Hay mujeres que hoy lideran iniciativas políticas complejas en un mundo de hombres. Mujeres que pelean en movimientos y partidos jerarquizados, verticalistas y patriarcales, de izquierdas o de derechas, porque el patriarcado, como el capital, no tiene patria.
Algunas siguen ancladas en el tópico de Margaret Thatcher o Angela Merkel, movidas por impulsos temerarios, ambiciosos y cortoplacistas, masculinizados y masculinizantes, y asumen un estilo duro y agresivo de liderazgo (el “síndrome de la abeja reina”, le dicen), bajo el presupuesto, nada desdeñable, de que la política exige “cojones”. Ahí están, sin ir más lejos, y a todo rugir, Esperanza Aguirre, Dolores de Cospedal o Rita Barberá… Y también una Susana Díaz que apunta maneras.
Otras apuestan por lo que en el ámbito empresarial se ha llamado “liderazgo transformacional”; un liderazgo eminentemente femenino en el que se fomenta el trabajo en equipo, la horizontalidad, la participación y el poder compartido. Frente a la dirección centralizada y la jerarquía piramidal propia de la vieja política, hay mujeres que saben tejer redes, aunar esfuerzos, y generar sinergias verdaderamente nuevas.
Ada Colau, por ejemplo, es una de ellas. Una mujer bisagra que saltó del anonimato al Congreso y que atempera un sinfín de egos como quien dirige una orquesta. Teresa Rodríguez y Tania Sánchez podrían serlo también. Teresa dio un paso adelante cuando el macho alfa de su partido machirulo le pidió que retrocediera, y hoy ejerce, con firmeza, el difícil desempeño de la crítica constructiva. Tania ha logrado sortear, hasta el momento, el fuego “amigo” de un partido suicida que exhibe su agonía madrileña en forma de misivas amenazantes, trampas y bombas de racimo (no hay nada más patético que intentar morir matando).
En este momento de descomposición institucional que estamos viviendo, estas tres mujeres, y quizás alguna más, podrían estar llamadas a cambiar nuestra cultura política dominada, desde tiempo secular, por “valores” masculinos, por camarillas y tejemanejes de varones, por caudillos, padrinos y mentores (esa “homosociabilidad” que Kanter acuñó para el mundo empresarial en Men and Women of the Corporation, NY Basic Books, 1977). No se trata ya de que estas mujeres lleguen al poder con “nuevas” ideas o programas, aupadas por plataformas diferentes, con o sin apoyo popular, para ejercer el liderazgo transgénico y depredador que se ha ejercido siempre. De lo que se trata es de aprovechar esta crisis sistémica para propiciar un giro copernicano en la manera de funcionar, feminizando la política. Muchos estudios muestran que el liderazgo transformacional de las mujeres es más interactivo, más flexible y más empático; que se apoya en el consenso, el fortalecimiento de las relaciones, la confianza mutua y la transparencia. La mayoría de ellos se han elaborado en el ámbito económico (womenomics), pero no hay ningún motivo para pensar que sus resultados, apoyados, incluso, por la neuropsiquiatría y la neuroeconomía, no puedan trasladarse al espacio de la política, que es, precisamente, el lugar apropiado para luchar por el interés público y el bien común –Ahí está el libro de L. Brizendine: El cerebro femenino, trad. M.J. Buxó, RBA, Barcelona, 2012, o el estudio de la Universidad de Cambridge, liderado por John M. Coates, Mark Gurnell, Aldo Rustichini: Second-to-fourth digit ratio predicts success among high-frequency financial traders–.
Cuando en Islandia ganó el Partido Socialdemócrata, liderado por mujeres, se fortaleció la industria cultural como elemento dinamizador de la economía; la sensibilidad ambiental frente a la expansión del capitalismo financiero; el control de capitales y la gestión de la deuda (apoyada por una sentencia de la EFTA); la protección de las políticas sociales en los procesos de recortes; la exigencia de responsabilidades a políticos y banqueros; la autoestima y el protagonismo del pueblo islandés en el pilotaje del cambio bestial que sufrió ese país. Hoy sabemos que nada de esto fue casualidad. El poder era femenino, con todas las letras. Las mujeres llegaron a las instituciones para feminizarlas, “se hicieron” con ellas y las cambiaron. ¿Se imaginan que esto pudiera pasar en la Comunidad de Madrid, en Andalucía o en Barcelona? Pues las oportunidades las pintan calvas.
Algun@s de nosotr@s ya no queremos líderes transaccionales, obsesionados por la autoridad formal, las órdenes y el control. No queremos un pelotón perruno, con lealtades mal entendidas, reproduciendo, como un eco, los mandatos de su amo. Ni siquiera queremos, fíjense, ideas aparentemente novedosas o programas increíbles, superar las ideologías, reorientar las dinámicas de partido (pestosas, por otra parte). No queremos mujeres en el poder para que cambien ovarios por cojones o faldas por pantalones; no queremos damas de hierro, ni Juegos de Tronos. Lo que queremos, simplemente, son mujeres con mayúsculas que lleguen al poder para cambiar de una vez esta fálica manera de hacer política. Y, ¿saben?, hoy hay, al menos, tres mujeres que pueden hacerlo.