“¿Se acabó la munición?”, se preguntaba hace poco The Economist sobre las medidas que les quedan a las autoridades monetarias. Stephen Roach calificó de intento “fútil” que no hace más que “preparar el escenario para la siguiente crisis” la medida adoptada por importantes bancos centrales (como el Banco de Japón, el Banco Central Europeo y el Banco de Suecia) de pasar a tasas de interés negativas reales e incluso nominales. En la reunión de ministros de finanzas del G-20 de febrero, el Gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, las llamó “juego de suma cero”. ¿De verdad se les han acabado las opciones a los bancos centrales de las grandes economías avanzadas, que han debido sostener la carga de las débiles recuperaciones posteriores a 2008? Parece que así es. Sus balances se han hinchado y las tasas han bajado hasta acercarse a cero. El agua barata abunda, pero el caballo se niega a beber. Ante la falta de señales inflacionarias y un crecimiento aún tibio y frágil, muchos pronostican desde un ritmo crónicamente lento hasta una nueva recesión global.
Pero las autoridades tiene una opción más: adoptar una política fiscal “más pura”, financiando directamente el gasto público con emisiones adicionales de dinero, el llamado “salvamento desde el helicóptero”. Los fondos se saltarían los sectores financieros y corporativos para ir directamente a los caballos más sedientos: los consumidores de ingresos medios y bajos. El dinero podría llegar a ellos sin intermediarios, y también mediante inversiones en infraestructuras que mejoren la productividad y creen empleos. Al dar poder de compra a quienes más lo necesitan, la financiación monetaria directa del gasto público también ayudaría a mejorar la capacidad de inclusión de las economías en las que la desigualdad aumenta rápidamente.
En la actualidad, economistas tanto de izquierda como de centro proponen esta política. En cierto sentido, incluso algunos “conservadores” (aquellos que apoyan más gastos de infraestructura, pero también desean reducir impuestos y se oponen a un mayor endeudamiento) la apoyan de facto.
Últimamente han surgido propuestas más radicales que reflejan una sensación de urgencia y desilusión generalizada con la actual política monetaria. Más allá de manifestar su apoyo a un aumento de los salarios mínimos, algunos llaman a adoptar “políticas de ingreso inverso”. O lo que es lo mismo, que los gobiernos impongan aumentos salariales generalizados a todos los empleadores privados, medida que estimularía los precios y eliminaría las expectativas deflacionarias. El hecho de que haya economistas cuyos puntos de vista nada tienen que ver con la izquierda que estén incluso planteándose un intervencionismo de este tipo muestra lo extremo de las circunstancias.
En cierta forma soy partidario de todas estas propuestas. Obviamente, los detalles de su puesta en marcha tendrían que variar dependiendo de las circunstancias de cada país. Por ejemplo, Alemania está en buena posición para adoptar una política de ingreso inverso, considerando su enorme superávit de cuenta corriente, aunque sin duda tendría importantes obstáculos políticos. Sin embargo, casi en cualquier sitio tiene sentido aumentar el gasto en educación o invertir en infraestructuras, además de ser políticamente factible.
Sin embargo, hay otra dimensión del desafío que hasta ahora no se ha recalcado lo suficiente, a pesar de las advertencias de Carney, Roach y otros. Cuando se vuelven cuasi-permanentes, las tasas de interés reales cero o negativas socavan la asignación eficiente del capital y crean condiciones que facilitan burbujas, colapsos y crisis. También contribuyen a una mayor concentración del ingreso en los niveles más altos, afectando a los pequeños ahorradores y creando oportunidades para que los grandes actores financieros se beneficien del acceso a ahorros a coste real negativo. Por poco ortodoxo que pueda sonar, es probable que a la economía mundial le convenga tener tasas de interés ligeramente mayores.
En todo caso, elevar las tasas de interés no debe ser una política aislada. En lugar de ello, deben aplicarse pequeños aumentos de tasas, de modo que se integren en una estrategia fiscal y distributiva más amplia. Todo ello unido a un mayor gasto público en infraestructuras y mejora de habilidades, así como algunas formas suaves de políticas de ingreso, por ejemplo recurriendo a la “persuasión moral”.
Sin embargo, incluso con ese enfoque los bancos centrales tendrían que coordinar sus políticas. Si un solo banco central importante tratara de elevar las tasas, inmediatamente su economía sería “castigada” con una apreciación de su moneda, una menor competitividad y una reducción de sus importaciones, socavando el empleo y la demanda agregada.
Si los principales bancos centrales decidieran subir al mismo tiempo sus tasas de interés, los efectos se anularían entre sí. De adoptarse una medida coordinada, quizás elevando las tasas en dos modestos incrementos de 0,25 o 0,3 puntos porcentuales, los resultados serían neutrales en términos de tipos de cambio y competitividad en el corto plazo, incluso si llevaran las tasas de interés de regreso a territorio positivo. De tener éxito, se podrían ir aplicando pequeños aumentos adicionales, creando espacio para contar en el futuro con “municiones” de política monetaria más tradicionales.
El éxito también depende de la búsqueda paralela de una expansión fiscal en todo el planeta, con cada país calibrando sus medidas según el margen de maniobra fiscal y su actual situación de cuenta corriente. La expansión podría financiar un programa de inversiones globales en infraestructuras físicas y humanas, centrándose en los dos grandes desafíos de nuestra época: una energía más limpia y el desarrollo en la era digital.
Un paquete de políticas coordinadas y oportunas podría impulsar el crecimiento global, mejorar la asignación del capital, apoyar una distribución más equitativa del ingreso y reducir el peligro de que se produzcan burbujas especulativas. Las diferentes reuniones preparatorias de la cumbre del G-20 en China, entre ellas las de primavera del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, podrían ser el espacio ideal para diseñar un conjunto de medidas de este tipo y su implementación.
Es evidente que la ortodoxia económica y las medidas independientes no han funcionado. Es momento de que las autoridades reconozcan que una cooperación innovadora e internacional en torno a las políticas no es un lujo: a veces (como hoy en día) es una necesidad.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Kemal Dervis, exministro de Asuntos Exteriores de Turquía y exadministrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es vicepresidente de la Brookings Institution.
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