Nueve y once minutos de la mañana. En la tertulia de la COPE, la segunda más oída en nuestro país en esa franja horaria, hablan sobre la detención del ultraderechista que quería atentar contra el presidente del Gobierno. El locutor, Carlos Herrera, ridiculiza el asunto: “El tipo este de Tarrasa que supuestamente era un francotirador y que quería… era un tipo que amenazó en un Whatsapp con pegar un tiro a Sánchez. No tiene antecedentes, ni por supuesto avanzó en los planes…”.
La contertulia de turno, Pilar García de la Granja, no tiene palabras: “Yo es que estoy perpleja. No sé qué decir…”. José María Fidalgo, aquel líder sindical que puso CCOO en manos de Aznar, es otro de los invitados en el aquelarre: “¿Perpleja? ¿De que quieran pegar un tiro a Sánchez?”. La ocurrencia es recibida con risas por los colegas de charla que acaban estallando en carcajadas cuando Fidalgo remata su chascarrillo: “Yo creo que es por lo del salario mínimo…”. La conversación continúa con el campechano locutor andaluz poniendo en duda la gravedad de los hechos, recordando que han sido “los Mossos” los que le han detenido, y con sus contertulios burlándose de los datos que se van conociendo: “Dicen que es un experto tirador… ¿un guardia de seguridad?”, dice de la Granja; “esto es como lo de la mujer de la granada…”, añade Fidalgo. Herrera reafirma, riéndose: “como lo de la granada…”, para inmediatamente cambiar de tercio y de semblante. Toca entrevistar con tono grave y apesadumbrado a Teresa Giménez Becerril, hermana y cuñada de dos víctimas de ETA.
El problema no es solo la falta de profesionalidad periodística y la mezquindad humana que emana de esta tertulia. El problema es que en programas como ese, precisamente, es donde se está echando gasolina al fuego y se están agitando las peores pasiones de los españoles. Quien escuche a Herrera o a Losantos, quien vea la tele de los obispos o lea determinados digitales o periódicos de la caverna madrileña vive pensando que la mitad de los catalanes son unos jodidos terroristas. Vive creyendo que en España se ha producido un golpe de Estado liderado por el PSOE y por Podemos con la ayuda de independentistas y etarras. Vive odiando mortalmente a Sánchez, a Iglesias, a Echenique, a Torra, a Colau o a Carmena. Vive escuchando cómo su radiopredicador favorito manifiesta su deseo de disparar contra los líderes de Podemos, anima a atacar a los turistas alemanes en Baleares o se burla de un plan, por muy incipiente y descabellado que fuera (que lo veremos), para asesinar el presidente del Gobierno.
Una parte de la derecha mediática de este país está sobrepasando, desde hace mucho tiempo, todas las líneas rojas. Ya estamos acostumbrados a que publiquen en sus portadas los rostros de cualquier simple ciudadano que no piensa como ellos. Lo vimos con los profesores que, supuestamente, habían humillado a hijos de guardias civiles y que luego, en su mayor parte, fueron exculpados por el juez. Lo vimos con magistrados que dictaban resoluciones que no les gustaban. Lo estamos viendo incluso con humoristas, como Dani Mateo, fotografiados en las puertas de sus casas para que cualquier radical pueda tomar nota y cometer una barbaridad.
Que nadie piense, eso sí, que estamos ante una estrategia novedosa. Ya entre 2004 y 2011 este amplio sector de la derecha intentó que los ciudadanos identificaran a Zapatero con ETA e incluso con Al Qaeda. En aquellos años se publicó, incluso, el nombre del colegio al que iban los hijos de determinados políticos socialistas. Se repitió, una y otra vez, que el Gobierno había provocado directamente los atentados del 11M o, al menos, que protegía a sus verdaderos autores. Si yo escucho, día tras día en la radio, que un político es un golpista y el mayor cómplice de los asesinos islamistas o de los dirigentes etarras… ¿no tengo legitimidad para meterle un tiro entre ceja y ceja?
Ante todos estos comportamientos, la reacción de los medios de comunicación serios y también de la mayoría de los ciudadanos suele ser la de mirar para otro lado. En buena parte de los casos hay detrás una buena intención, la de no dar publicidad a estos energúmenos. “Mejor ignorarles”; “no demos difusión a lo que dicen…” ¿Es una buena intención o es una ingenua intención? Mientras no lo contemos, no lo denunciemos y no les contestemos seguirán alimentando el odio con su inmoralidad, sus falsedades y sus medias verdades. Mientras callamos, ellos hablan; mientras hacemos como que no existen, ellos siguen creciendo.
La ultraderecha violenta está ahí. Nunca se fue. Ante ella, al menos de momento, parecemos desvalidos. Para empezar, cuesta entender que la Audiencia Nacional actúe en horas contra marionetas, raperos o tuiteros y, sin embargo, sea por la razón que sea, no se entere y no investigue una intentona encaminada a cargarse a nuestro presidente. Para continuar, es incomprensible que un atentado neonazi, como el ocurrido hace diez días en Pittsburgh, ocupe la centésima parte del espacio informativo que hubiera acaparado un ataque similar perpetrado por islamistas radicales. Para terminar, existen una absoluta impunidad entre quienes tienen el privilegio de sentarse delante de un micrófono.
Un seguidor de Trump fue el autor en Estados Unidos del envío de decenas de paquetes bomba contra políticos y simpatizantes demócratas. Un neonazi, de aquellos a los que el presidente estadounidense justificó tras atropellar mortalmente a una persona y dejar decenas de heridos en Virginia, asesinó a once judíos en una sinagoga de Pittsburgh. Un ultraderechista español quería matar a Pedro Sánchez para vengar la posible exhumación de Franco. ¿Seguimos con las risas?