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“Tonses, pita, lobo bosque”

“Tonses, pita, lobo bosque”. Así es como lo contaba a los tres años. A mis padres les hacía mucha gracia mi versión del cuento. Creo que había hasta una cinta en la que se podía escuchar mi hilito de voz intentando narrar la historia de Caperucita. “Tonses, pita, lobo bosque”. Como veis, era entrañable, pero carecía de sentido. Como probablemente carecía de sentido el cuento original en mi cabeza cuando mi madre me lo contaba completo, por la noche, en la penumbra de una habitación infantil iluminada solamente por la bombilla del pasillo. Tal vez de toda aquella historia me gustara el nombre de “Caperucita”. Los nombres en diminutivo me encantaban porque hacían al personaje más cercano: si a mí, que era minúscula, me llamaban “Lunita”, aquella niña de la caperuza roja también podría ser mi amiga. Pero lo mejor del cuento no era su protagonista, ni la tensión de encontrarse a un lobo entre los árboles –¡si el lobo hablaba no podía ser tan malo!–, ni que después de tantos rodeos la historia pudiera tener un final feliz. Lo mejor era el clímax de los ojos grandes, de las orejas grandes, de la nariz grande, de los dientes tan grandes, ¡abuelita, abuelita!, y de aquel “para comerte mejor”, que cuando al ser pronunciado por la boca de mi mamá solía ir seguido de un bocadito suave en mis mofletes, además de unas cosquillas. Claro que eso era lo mejor.

“Tonses, pita, lobo bosque”.

¿Qué querría decir ese resumen?

¿A qué me refería entonces?

Pero no os equivoquéis, no os cuento esta escena para demostrar nada, ni para meterme en un debate que ya habéis tenido todos estos días después de que circulara la noticia de que en un colegio de Barcelona habían puesto en cuarentena –para niños de 3 a 5 años– algunos cuentos que podían reproducir estereotipos sexistas y que tal vez serían más adecuados para las bibliotecas de Primaria. Literalmente, en palabras de Anna Tutzó, una de las madres que hay detrás de esta iniciativa: “En la primera infancia los niños son esponjas y absorben todo lo que hay a su alrededor, así que pueden naturalizar los patrones sexistas. En cambio, en Primaria los estudiantes ya tienen más capacidad crítica y los libros pueden ser una oportunidad para aprender, para que ellos mismos se den cuenta de los elementos sexistas”.

Digo que no vengo a demostrar nada porque de tanto leer opiniones encendidas sobre la corrección política, sobre que las feministas van a matar la literatura o sobre que ya ni siquiera vamos a poder ponerles a nuestros hijos películas de Disney –porque está claro que todos nosotros “hemos salido muy bien”, “somos una sociedad cero misógina”, después de verlas una y otra vez sin plantearnos su mensaje–, lo único que he conseguido visualizar en mi memoria es todas las veces en las que mi madre me contó ese cuento y yo fui feliz sin entenderlo. Todas las veces en las que en adelante he leído versiones magníficas, como la brutalidad de Angela Carter en La cámara sangrienta, o como la película de Hard Candy, de David Slade, que a los 16 años me ayudó a salvarme, cuando me di cuenta de que a mi alrededor yo también tenía lobos, de que me habían violado, de que ser Caperucita, a veces, también significaba quitarse la capucha y demostrar al mundo que podemos darle la vuelta a nuestro papel de víctimas.

“Tonses, pita, lobo bosque” podría ser la historia de una niña violentada por un lobo malo. Pero “tonses, pita, lobo bosque” también era el resumen de mí misma en la adolescencia, entendiendo que igual que los cuentos solo son cuentos, que la ficción es solo ficción y que la literatura es solo literatura, no pasa nada porque a veces la cuestionemos, nos la reinventemos o salgamos de esa zona de confort en la que todo tiene que ser obligatoriamente como fue una vez: qué aburrimiento.