La tortilla de patatas

0

Si dices “por consiguiente” cinco veces delante del espejo, te conviertes en Felipe González. También Felipe (léase ¡Feee-li-pe!, ¡Feee-li-pe!, ¡Feee-li-pe!, en coro multitudinario de plaza de las Ventas, de la Monumental, de pabellón deportivo municipal, de pegatina redonda cuidadosamente puesta en el jersey como una sagrada forma socialista), quiero decir que Felipe González es también una película romántica como Candyman, donde la gente invoca cinco veces seguidas a un monstruo para ser atrapada por él. Sin embargo, en esa película, el romanticismo lo inocula la banda sonora, las lentas espirales de Philip Glass, sus bucles tristes como una Rapunzel adicta.

En Felipe González, ¡Feee-li-pe!, el espejo romántico está roto, abandonado en el desván. Es un romanticismo español. De disparo en el corazón delante del reflejo de uno mismo, como cuentan que hizo Larra. Se trata del romanticismo, por ejemplo, de la novela homónima (Romanticismo, Alfaguara 2000; Cátedra, 2022), de Manuel Longares, aunque aquí el novelista se refiere a otros espejos hechos añicos, a los que devuelven las miradas rotas, ojos vidriosos de llanto y de haber odiado mucho, como los de aquel Arias Navarro dando la noticia esperada por el enemigo, ojos de testamento leído, ojos reflejados en los cristales de un Viena Capellanes, en un Madrid de piononos y de calles con nombres que apestan a enciclopedia Espasa.

Quien dice Felipe dice Alfonso Guerra. Hacía décadas que esta frase no podía pronunciarse por falta de sentido y de veracidad; pero, al final, las paralelas se unen en el infinito, y el infinito es Nadia Comaneci agarrada a sus paralelas para no caer. Vivimos días de infinito. Nos trajeron aquí los juguetes de Toy Story. Hay algo en Feijóo del vaquero de esa historia. Si no fuese esto el infinito, ¿cómo podríamos estar flotando en la nada durante un mes o lo que surja? Estamos en el infinito porque esto ya es el final.

¿El final de qué? De todo lo que conocíamos. Políticamente, también. Nada de lo que aprendimos hoy sirve. En eso, fueron más astutos nuestros antepasados, que aprendían de los clásicos. Un clásico nunca prescribe. Nuestros antecesores se sabían a los griegos y romanos de memoria. Los conocían por sus nombres y se los quitaban para fundar todo lo nuevo. En Francia, Babeuf se puso Graco para conspirar con los iguales. Y en la independencia norteamericana, las ciudades empezaron a llamarse, por ejemplo, Cincinnati, en honor a Cincinato, el romano modelo de virtud y dictador por mandato del senado.

Igual que es el mito del eterno retorno lo que, una y otra vez, suena en las melodías de Philip Glass (su piano refleja nuestra mente hecha de obsesiones, dudas y soledad), en el PSOE el eterno retorno tiene forma de Suresnes; pero esto, como se dice en la lengua de las mariposas nocturnas, nadie lo vio venir. Hasta hace unos años. El Suresnes de Guerra, González, Galeote..., ha sido Pedro Sánchez. Lo que le pasó a Rodolfo Llopis estaría destinado a sucederles a quienes anteriormente habían invocado el nuevo socialismo ante el espejo. Todo fluye, nada permanece. Nada espanta al rey (por traducir del griego). Ya nadie se acuerda de Rodolfo Llopis (ni siquiera la ll de su apellido sigue el orden alfabético de entonces), y ese pánico de no ser, habiendo sido, convierte a los espectros en monstruos. La película Candyman nos cuenta que es más fácil convertirse en leyenda urbana que en historia.

Joaquín Leguina, que se dejó, desde muy joven, ese bigote tan madrileño de vendedor de lotería callejera; que vivía en Chile el 11 de septiembre de 1973, era funcionario de la ONU, y vio con sus propios ojos, sus propias gafas rompibles, el sanguinario golpe contra Salvador Allende; que atesoró en su casa, en Madrid, la más reputada biblioteca de España sobre Demografía (la disciplina en que es experto); que en tiempos de la movida gobernó la Comunidad de Madrid, cuando la libertad no se quedaba en los bares, sino que perseguía a la gente hasta dejarla exangüe (“la libertad les habitaba”, dijo antes un verso de Ridruejo); que conoció el éxito literario, y cinematográfico, con una novela policíaca titulada Tu nombre envenena mis sueños (dicen que era el de Pedro J., hoy es su propio viejo nombre el que los envenena); todo ese Joaquín Leguina, todo ese Alfonso Guerra, ese Felipe González, ese José Barrionuevo (ministro de la leña, es decir, de Interior), claman desde lo más profundo, al otro lado del espejo. Algunos se han ido más lejos que otros.

En el libro del periodista Ángel Sánchez, Quién es quién en la democracia española. Veinte años nombre a nombre (Flor del Viento, 1995), aparece el momento en que el lado oscuro empieza a devorar a cada político. Siempre sucede pronto, antes de lo previsto. La política es una carrera corta disfrazada de maratón. En la biografía que Ángel Sánchez incluye de Barrionuevo está la frase definitiva sobre la que se ha sustentado la política española durante toda la dictadura y todos los años que llevamos de democracia, que son más, aunque nos parezca que son menos. Es cuando, aún siendo ministro, dijo: “Un político no puede dimitir cada vez que comete un error”.

Incluso así, resulta más sencillo dimitir de la política que dimitir de la historia. ¿Debieran los políticos presentarle su dimisión a la historia cuando ya no coinciden con ella? ¿Se dan cuenta, los espectros, del momento en que dejan de ser la voz de la conciencia para convertirse en psicofonías?  Sólo el doctor Jiménez del Oso podría decírnoslo. Pero ya no está entre nosotros. Nos queda Íker Jiménez, otra escuela. Otro Suresnes en la nave del misterio. El pasado atrae al pasado. La derecha de hoy es la izquierda de ayer y, por eso, siempre acaban aceptándose la una a la otra.  

La chaqueta de pana de Felipe González ha sido reemplazada por la camisa vaquera de Pedro Sánchez. Antes, la pana era una refutación de la ropa vaquera, representaba cierto antiamericanismo cultural. Todo ha cambiado. Hoy, lo vaquero es lo fresco, y la pana se prodiga en retratos de escopeta nacional. Lo que en Suresnes era tortilla de patatas (me he acordado por el artículo del lunes de Javier Aroca, “El posado de Felipe”), hoy es Telepizza. En realidad, ambos alimentos se parecen. Son redondos y se cortan igual. Cuando se hace una tortilla de patatas, la unidad es muy importante para que salga compacta, bien formada, y buena.

Por eso, la obsesión con la unidad de España deja ese regusto a tortilla de patatas. Lo que Felipe, Alfonso..., nos están diciendo cuando ponen el grito en el cielo es que la tortilla, para que salga bien, se hace como la hicieron ellos, y de ninguna otra manera. ¿Se le puede echar Puigdemont rebozado en amnistía a una tortilla? Probablemente, no. Pero para eso están las pizzas. Aguantan mejor la amalgama de sabores. Son otro régimen. El eterno problema de España no es su amalgama, su unidad, sino sus dos mitades. Las dos Españas de siempre. Lo dijo Larra: aquí yace media España; murió de la otra media.