Cara, gano yo; cruz, pierdes tú. Es una clásica broma infantil que la Delegación del Gobierno en Madrid(*) practica con exquisita literalidad.
¿Recuerdan la convocatoria del 25-S, la de “ocupa el Congreso”, “toma el Congreso” y otras versiones patrias del Occupy Wall Street yanqui, cuando lo que se quería pedir era “rodea el Congreso”? Bien, desde el lado derecho del espectro político se han desgañitado contra este tipo de movimientos sociales, siendo uno de los arietes favoritos utilizados la supuesta necesidad de que ésta y otras convocatorias similares sean manifestaciones “legales”, y sobre todo, “autorizadas”.
Esta gente, al parecer, tiene por costumbre no leer las mismas leyes que invoca. Pasó en su día en Cataluña, con la querella del “tres por ciento”, que se daba de bruces contra la inviolabilidad parlamentaria que recoge el Estatut, y le sucede hoy a todos los que consideran la Constitución un texto sagrado, y luego se saltan esa parte donde el artículo 21 dice literalmente que el ejercicio del Derecho de Reunión “no necesitará autorización previa”. En este caso, el lado angosto del embudo le toca a la autoridad, que sólo podrá prohibir esas manifestaciones cuando se pueda poner en peligro a las personas o bienes, por lo que no se trata de una facultad discrecional.
Ahora bien, decía hace más o menos un siglo el Conde de Romanones: “Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”. Nuestros poderes públicos arrastran las mismas inercias desde entonces, y en este caso el detalle viene en la Ley Orgánica 9/83 que regula el Derecho de Reunión. Sí, es orgánica, porque hace falta una norma de esa categoría para “modular” el ejercicio de un derecho considerado tan fundamental en un Estado democrático como la vida, la libertad o el sufragio universal. El meollo es que la citada norma exige que la comunicación previa se haga por el convocante de la manifestación, debidamente identificado y filiado, matiz que no exigía la Carta Magna.
¿Y dónde está el problema? Pues verán: los movimientos sociales surgidos en torno a la icónica fecha del 15M conforman un ente reticular, algo inaprensible, sin líderes ni jerarquías. Así, cuando surgieron diversas plataformas cívicas cercanas a dicho movimiento, que proponían una demostración pacífica de descontento alrededor del edificio de la cámara legislativa, resultó un tanto difícil encontrar un único convocante que asumiera la responsabilidad. Así que un ciudadano particular, preocupado por la posibilidad de que la etérea naturaleza del movimiento proporcionase la coartada formal para que el Gobierno frustrara la iniciativa, cumplimentó el trámite por su cuenta y riesgo.
El truco dio resultado, porque la Delegación del Gobierno no hizo uso de su potestad de prohibir la concentración. Y mira que lo tenían fácil. Según el discurso imperante entre los investigadores policiales, el perverso plan de los manifestantes incluía interrumpir el normal funcionamiento del Parlamento, lo que supone un delito contra las instituciones del Estado, concretamente el previsto en el artículo 494 del Código Penal. La manifestación que se convocase con esa finalidad delictiva, se convertiría en una reunión perfectamente susceptible de prohibición según el artículo 5, apartado a), de la citada Ley Orgánica.
O no. Porque ya hemos encontrado al menos un juez que ha considerado que no había ningún delito en la concentración del 25 de septiembre. Así que quizás se hubieran columpiado un poco con la prohibición. Por eso, precavidos, en Delegación del Gobierno dieron el nihil obstat.
Lo que nadie había previsto era la irrupción de unos misteriosos encapuchados, sin proclamas, sin emblemas, con unas inexpresivas banderas de colores, que bien podrían ser las de los autos de choque, y de atavío sospechosamente parecido al de los agentes policiales infiltrados entre los manifestantes. Estos elementos rompieron las hostilidades contra el cordón policial, desatando el ya conocido pandemonium que dejó en evidencia a las Fuerzas de Seguridad del Estado ante la comunidad internacional al completo. Estas personas cometieron un delito, sean quienes sean, y sirvan a quienes sirvan. Pero en lugar de buscarles y promover su enjuiciamiento penal, la Delegación del Gobierno ha tirado por la vía fácil, ir a por el ciudadano que dio la cara por toda la multitud.
Y es curioso, ¿saben? Porque la Delegación del Gobierno dejó claro, al resolver sobre la comunicación previa, que no parecía haber delito en curso con dicha concentración, ni que fuera previsible su comisión durante la misma. Y tampoco entendió probable que hubiera desórdenes públicos, pese a que plantó en el lugar a miles de agentes de una fuerza policial de elite. Porque en caso de olfatear delitos o disturbios, hubieran debido prohibir la manifestación como exige la Ley Orgánica. Y a pesar de que no preveían nada raro, puede que el ciudadano que prestó su nombre sí debiera haber tenido facultades suprahumanas, porque le quieren hacer responder de lo que ellos mismos no fueron capaces de ver.
Para próximas ocasiones, me gustaría comprobar quién es el listo que se ofrece voluntario a firmar la comunicación. Probablemente no haya muchos voluntarios. Pero claro, sin semejante buen samaritano, la reunión no se entiende comunicada por los cauces oportunos, con todo lo que ello implica. Y si a pesar de todo, se comunica, el comunicante queda expuesto a responder de cualquier imprevisto que pueda suceder, incluyendo una explosión termonuclear o una invasión extraterrestre.
Esto me recuerda profundamente a la trampa lógica que describe la novela Catch 22, escrita por Joseph Heller. Les invito a que lean la entrada que le dedica la Wikipedia. Pero, sobre todo, les pido que se queden con su última frase: “En definitiva, no hay elección posible ni manera de salir del sistema”.
Quizás sea cierto. O quizás no lo sea, porque me suena que en una ciudad llamada Gordión, cierto rey macedonio de la Antigüedad descubrió que en estos casos puede haber una solución. Eso sí, puede resultar algo tajante.
(*): Me gustaría saber para qué narices necesita Madrid una Delegación de Gobierno. No, en serio. La idea de la Delegación de Gobierno es que exista un representante de la Administración del Estado en todas las Comunidades Autónomas, por aquello de que haya una cara visible del Gobierno. Pero, ¿en Madrid? Es decir, Palacio de la Moncloa, Ministerio del Interior... ¿De verdad hacen falta más representaciones de la existencia del Gobierno central?