La Transición: yo no estaba, pero me acuerdo

29 de septiembre de 2023 22:14 h

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“Un tipo más sabio que yo dijo una vez: a veces te comes al oso y otras veces el oso te come a ti” (Sam Elliott en 'El gran Lebowski').

Feijóo ha perdido un duelo a muerte con su miopía, como cuando crees que alguien te saluda por la calle, y le devuelves el saludo, y descubres que en realidad está saludando a otra persona. El plan maestro para acabar con él ha sido malogrado por su propio suicidio político. Lo demás, es consecuencia del período Casado y de la altura de Miras de sus presidentes autonómicos –no lo digo por nadie–. Seguir el juego de la extrema derecha hasta quedar ligados a ellos ad perpetuam no fue una idea brillante, que digamos. “Esta sesión dificulta el aterrizaje en la opinión pública del precio que otros se plantean pagar para seguir en el poder, porque al fin y al cabo esta sesión de investidura nos retrata a todos”.

Su impronta en el debate de investidura ha sido la de que ha ganado las elecciones y que, por tanto, las elecciones las ha ganado él, y que por el compromiso con los impulsores de la Transición –que parecen ser los padres fundadores de la nación, poco más y pide la talla de un monte Rushmore con la cara de Suárez en Navacerrada– tiene derecho divino y mandato celestial para gobernar y derogar para siempre el sanchismo, el independentismo y el cubismo también, seguramente. Vox quería acabar con la Bauhaus, así que vete a saber. Sin argumentos y sin apoyos, y con el artículo 155 de la Constitución como único programa de gobierno o alternativa posible para Catalunya, al PP no le ha quedado más remedio que sacar a pasear en procesión a la cofradía del Cristo de la Transición Perpetua, una cosa muy cansina y con más años que el andar erguido que siguen pretendiendo tomar como ejemplo por puro sentimentalismo. 

La Transición fue, más que un período ejemplar, un hospital de campaña histórico, plagado de aciertos y sus errores, injusticias terribles y en el que se hicieron auténticos malabares para reequilibrar el statu quo sin pasar por un proceso de reparación con las víctimas del régimen y sin depurar casi ninguna institución relevante. Además, fue una etapa constituyente casi exclusivamente masculina y donde algunos zarcillos del tradicionalismo retuvieron la implantación completa de derechos como los del aborto o el divorcio durante mucho tiempo. 

Para algunos, aquella época fue nuestra Edad de los Héroes, el primer albor de la democracia que bajo un cielo de invierno trajo la primavera de los tiempos. Es tan empalagoso que corta el aliento. La coetaneidad con esos años parecen otorgarle a uno el salvoconducto ético-intelectual definitivo para poder sentar cátedra sobre el bien y el mal, o pedir derrocamientos y firmar manifiestos ridículos cada dos por tres, como si tuviesen una pulserita del todo incluido de un resort del Caribe. No tiene sentido pretender que una etapa política de la historia nacional forjada en un ambiente puramente masculino y contaminado por las miasmas tardofranquistas tenga alguna validez en 2023. Menos aún cuando los de mi generación estamos más cerca de que nos pillen robando aceite de oliva en un supermercado que de ver cómo se rompe España. “Yo no estaba, pero me acuerdo”, le ha faltado decir a Cuca Gamarra. Somos demasiado jóvenes para estas tonterías.

Tenemos problemas mucho más grandes a los que mirar. Ni nos preocupa la okupación -a los datos me remito- ni nos quita el sueño la unidad de España, y, a grandes rasgos, nos da igual qué acrobacias tenga que hacer el PSOE para mantener a esa caterva de nacionalcatólicos de Vox alejados del Consejo de Ministros. Mientras nos preguntamos cómo vamos a hacerlo para tener hijos y sobrevivir al cambio climático –al mismo tiempo, no es coña–, Feijóo ha lanzado un ataque a la desesperada para defender una España que ya no existe. Quizá su fracaso se deba a no entender el país que pretende gobernar, quizá no quiera entenderlo. No lo gobernará, en cualquier caso. 

La adherencia de los populares a las corrientes neoconservadoras va a acabar por tirar parte de su voto centrista al PSOE, que, como dijo Pablo Batalla sobre el PCE, se está convirtiendo en el coche escoba del antifranquismo. Hace poco leí en Twitter a Gonzalo Torné, que decía que un conservador es “un tío que va contra el tren porque no sé qué del bucolismo de los bueyes, y que cien años después te escribe 200 páginas sobre los placeres del traqueteo del tren”. Son los guardianes del statu quo, conscientes de la necesidad de acelerar los cambios sociales pero sin demasiadas ganas de que esas transformaciones se produzcan. Que el mundo cambie, pero que yo no me entere. El problema es utilizar un momento histórico como aquel para intentar explicar o ejemplificar la coyuntura actual, y darle una autoridad argumental que pueda pesar más que el propio sentido común. Cada vez que se invoca a la Transición, es un golpe al cristal del reaccionarismo embotellado, precintado y exclusivo para casos de emergencia.