No ha sorprendido a casi nadie. A algunas personas las habrá indignado, a otras las habrá entusiasmado, pero la suspensión parcial de la actividad legislativa por parte del Tribunal Constitucional ha sido estos días la crónica de una medida cautelarísima anunciada. Incluso el ajustado resultado de la votación de seis a cinco, en virtud del origen de cada magistrado, era una quiniela muy fácil de acertar, sin apenas margen para sorpresas.
Una constatación tan trivial nos muestra la clave del problema. Desde hace demasiado tiempo se encuentra bloqueada la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional. Nuestro sistema de contrapesos no funciona correctamente, como nos reprochan con creciente desasosiego los organismos europeos. Las conexiones fuertemente partidistas de determinados órganos constitucionales desvirtúan sus funciones de vigilancia del poder y llevan a su potencial utilización particularista. Seguro que no todos los partidos han actuado ahí exactamente del mismo modo. Pero el problema es estructural, porque no pueden dejarse esas tentaciones a la voluntad benevolente de la mayoría política o de la minoría de bloqueo.
A partir de ese preocupante contexto, todo se complica bastante. Seguro que la forma trazada para el desbloqueo por los partidos del gobierno presentaba elementos jurídicamente discutibles. Sería ideal que esos posibles errores hubieran sido analizados por un Tribunal Constitucional con apariencia de neutralidad institucional, sin vínculos partidistas y con presencia de los juristas más cualificados del país. Es decir, un organismo de gran autoridad jurídica. El problema es que ese alto tribunal aquí no existe.
La percepción ciudadana mayoritaria es que se han trasladado a los órganos constitucionales de contrapeso las batallas políticas partidistas. Y, además, con una vuelta de tuerca por parte del principal partido de la oposición, porque no solo bloquea la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional, sino que además presume de ello y lo justifica con el argumento de que su renovación beneficiará a los rivales políticos. Así el uso privativo potencial de los órganos constitucionales caducados está servido.
En medio de esta refriega, el Tribunal Constitucional ha dado un paso añadido turbador, que supone en la práctica frenar ese necesario desbloqueo. Resulta conocido que el alto tribunal ostenta como una de sus atribuciones principales el control de constitucionalidad de las leyes tras ser aprobadas. Sin embargo, suspender los trámites legislativos implica limitar preventivamente las facultades del poder legislativo, con todos los riesgos de que semejante pronunciamiento pueda repetirse en el futuro. No podemos minimizar el alcance de esta intensa intromisión en las funciones de los representantes democráticos.
Sin duda, no resulta admisible la premisa de que a los parlamentarios no les afecta ningún límite, porque encarnan la voluntad popular. Al contrario, su actuación se encuentra limitada por la Constitución y por el resto del ordenamiento jurídico. No obstante, lo mismo puede afirmarse del Tribunal Constitucional. Su propia ley orgánica establece que, en materia de medidas cautelares, una suspensión no puede ocasionar una perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido. Lo cierto es que parece difícil que haya intereses constitucionales más dignos de protección que el respeto a las competencias legislativas de las cámaras parlamentarias, sin perjuicio de su control posterior. De hecho, nunca en nuestra historia democrática se habían suspendido esas funciones, por lo que resulta problemático compartir la ponderación efectuada.
Ciertamente, el Tribunal Constitucional está sujeto a límites. Le afectan también las normas procesales en materia de recusación y abstención. Eso dificulta comprender que no se hayan seguido los precedentes del propio tribunal en supuestos casi idénticos, lo cual habría llevado a que se apartaran de la decisión los magistrados que podían tener interés directo en no acabar su mandato.
Nos encontramos ante una grave crisis constitucional, cuyo origen se encuentra en la débil arquitectura de nuestras instituciones. Quizás el camino más acertado no sea el del mero descontento, sino el de las soluciones constructivas. Resulta imprescindible recuperar la normalidad de nuestros órganos constitucionales, buscar nuevas fórmulas para desbloquearlos, encontrar mecanismos para que estos problemas no se vuelvan a repetir. Como de costumbre, las patologías de la democracia deben solucionarse con más democracia.
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