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Opinión - La violencia. Por Rosa María Artal

Tríptico para un político

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Hubo un momento en que el arte se convirtió en política. No hace tanto. Esto fue así porque, entre los artistas, se había quedado obsoleta la idea de compromiso político. Se hacía necesario dar un paso más allá. Desaparecían los partidos en los que los artistas habían confiado, y no surgía nadie con quien comprometerse. A falta de actores políticos, o de confianza en estos, la causa (la defensa de una causa) se convirtió en el lienzo sobre el que trabajar. La naturaleza evoluciona también a fuerza de mutaciones, de modo que la transformación del happening artístico en acción directa política estada cantada.

Las primeras imágenes grabadas que conocemos de quien iba a ser la futura alcaldesa de Barcelona, y líder de los Comunes, Ada Colau, la muestran, en 2007, en plena acción como activista de la Plataforma de Afectados de la Hipoteca (PAH). De modo imprevisto, surge de entre la ciudad, de las aceras, de entre el mogollón de la gente, disfrazada de superheroína. Va con capa, mallas y antifaz. La vemos actuando, performando, reventando actos oficiales en nombre de una causa, en defensa de las personas desfavorecidas, desahuciadas por los bancos y por los especuladores inmobiliarios. Sin embargo, esto aún no era política. Al contrario, más bien podía considerarse contrapolítica, lo mismo que la cultura tiene una contracultura. La antipolítica es otra cosa, una infamia populista. La antipolítica es a la política lo que la anticultura a la cultura.

El arte consiste en unir mundos entre los que, a priori, no se aprecia una relación. Se trata de mostrar lo más oculto creando nuevos símbolos. El artista Daniel G. Andújar lo ha hecho recientemente al recuperar la memoria de un histórico naufragio frente al cabo de Palos (el del buque Sirio, en 1906, donde viajaban centenares de emigrantes italianos). Cuando, en su acción, recuerda cómo los pescadores de Cartagena se volcaron para socorrer con sus barcas a los náufragos del Sirio, Daniel G. Andújar nos está hablando de todos los migrantes actuales ahogados en el Mediterráneo, y pone de manifiesto nuestra actitud presente, nuestra inacción, comparándola con la de aquellos pescadores de hace más de cien años. Como parte de esta intervención artística, una estatua de Poseidón navega enjaulada a bordo de una patera. Ese es el símbolo que conecta ambos sucesos.

El arte es la manera de dar coherencia humana al cosmos, y es el modo de la gente de unirse a ese cosmos. Un modo de formar parte de algo trascendental. Lo normal es que un poeta se vuelva místico. Vale para san Juan de la Cruz y vale para Allen Ginsberg. Por eso siempre ha habido tanto arte religioso. Desde las pinturas rupestres hasta Kandinsky no se ha dejado de hablar de lo espiritual en el arte, que es el título del libro más célebre de este pintor, precursor de la abstracción (De lo espiritual en el arte, Austral, 2023).

Asimismo, el 15 M resultó ser una descomunal acción artística. Esto se ve mejor leyendo el libro formidable, extensísimo, documentadísimo, sistemático, completo, muy inteligente, escrito por José Luis Marzo y Patricia Mayayo, y titulado Arte en España, 1939-2015. Ideas, prácticas, políticas (Cátedra, 2015). En aquellos días de acampadas, de ocupación de las plazas, de agitación de las calles, era el año 2011, la acción social y la creatividad artística se identificaron una con otra más que nunca. Desde la creación de carteles y eslóganes inventivos, hasta performances como la de aquel colectivo sevillano llamado Flo6x8, que se metía de repente (un flashmob) en las sucursales bancarias, y sus integrantes empezaban a cantar por bulerías y a escenificar coreografías con el propósito de denunciar “el expolio del poder financiero”.

Hay otro libro, también extenso, también muy bueno, que nos muestra socialmente la historia del arte contemporáneo español. Es la obra de Valeriano Bozal, dividida en dos volúmenes, titulada Arte del siglo XX en España. Pintura y Escultura, 1900-1939 (Vol. 1) y 1939-1990 (Vol. 2), y editada por Espasa Calpe en 1995. En estas páginas se cuenta otra historia, o se cuenta esta historia de otra manera, pues es otro arte. Corrían otros tiempos. Al autor le tocó vivir y comprometerse con la política clandestinamente. La dictadura de Franco torturaba y fusilaba. Como las autoridades iban contra la persona, se politizaba el artista, lo político era la gente y no la obra. O más bien, la obra no pretendía impregnar de arte la política. Pero, sobre todo, los políticos estaban bien lejos de cualquier impulso artístico. El vínculo y cortafuegos entre política y arte se llamaba compromiso. En aquellos días, los políticos eran, principalmente, los comunistas, la oposición a la dictadura, más firme, más activa.

Es famoso el caso del crítico de arte Antonio Giménez Pericás. Luego, tras cumplir condena, dejó la crítica y ejerció de abogado. Pero cuando le juzgaron (eran los primeros años sesenta, la época en que también encarcelaron al pintor y escultor Agustín Ibarrola), el juez le preguntó si pertenecía al PCE. Entonces, Pericás, en pie, exclamó ante el pasmo del tribunal y de los presentes: “Señor juez, yo no pertenezco al Partido Comunista de España; pero ahora mismo solicito públicamente mi ingreso en el partido”. Le cayó cárcel. No fue una intervención artística. Se trataba de un acto político, que emanaba del compromiso mismo con la política.

Otro artista militante, José Ortega, fundador del grupo Estampa Popular (trabajaban sobre todo el grabado), era el contacto del PCE en España con Pablo Picasso. A través de Pepe Ortega (así le llamaban familiarmente), los comunistas conseguían láminas, ayuda en general de Picasso, para sus campañas. El otro enlace con el genial artista malagueño resultaba aún más directo, pues se trataba de su barbero personal, Eugenio Arias, un exiliado, natural de Buitrago, un humilde pueblo de la sierra Norte de Madrid. Ahora hay en Buitrago un conocido Museo Picasso, con la obra que el barbero fue reuniendo. Quizá, aquí, la acción artística, desde un punto de vista posmoderno, sea convertirse en el barbero de un pintor rotundamente calvo.

Si el 15M resultó ser un acelerador de partículas artísticas, el procés de Cataluña constituyó el mayor happening colectivo nunca visto. Por eso, el procés ha acabado como empezó, con una sonada acción artística de Carles Puigdemont. De hecho, se trata de la misma acción, que concluye a la anterior en el tiempo y cierra un ciclo. Esta acción se halla impregnada, lo mismo que toda nuestra vida actual, de cultura popular, de espectáculo de magia, de houdinismo en este caso. A la inicial evasión de Puigdemont, en 2017, oculto en un coche (lo que la hacía, en cierto modo, vehicular y rudimentaria), ha sucedido su inexplicable desaparición en público, en medio de la multitud, en 2024. Entre un acontecimiento y otro, se encuentra todo lo que va del Gran Houdini encerrado en un baúl a las actuaciones megalómanas de David Copperfield, que hacía desaparecer edificios y aviones delante de nuestras narices.

A medida que la política se ha ido despolitizando, el arte ha empezado a ocupar su lugar. En Pedro Sánchez, en su detener el tiempo escribiendo una carta, también hay happening y mucho arte. Sin embargo, Feijóo no es un artista, es un crítico de arte que no ha comprendido su época. Leyendo consecutivamente los citados libros de Valeriano Bozal y de José Luis Marzo y Patricia Mayayo se advierte el paso del artista como político al político como artista, y se entiende la sociedad como obra de arte colectiva.