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Opinión - La violencia. Por Rosa María Artal

La novela del guionista de 'La vida es bella' donde no hay humanidad, bálsamo ni humor hacia la clase media

Alberto Sordi en la adaptación al cine de 'Un burgués pequeño, muy pequeño'

Cristina Ros

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Nadie sale indemne de un pacto con el diablo. Hace ya mucho que Occidente dejó de temer al demonio, pero este toma múltiples formas. Como la energía, se transforma. Y se halla omnipresente. Puede irrumpir cualquier día en la rutina del ciudadano medio, como un pequeño pequeñoburgués llamado Giovanni: un funcionario maduro, casado con un ama de casa, padre de un hijo recién diplomado. Un tipo gris, reservado, de los que pasan desapercibidos tanto por voluntad propia como por carecer de atributos lo bastante llamativos. Emigró del campo a la capital, lleva toda la vida en el mismo empleo, con la misma mujer, en el mismo lugar. No es un triunfador, pero se conforma.

¿Qué puede alterar el orden de un hombre tranquilo? Los sueños, la ilusión. ¿Y qué lo puede impulsar a arriesgarse a esas alturas, con la jubilación a la vuelta de la esquina? Podría haber muchos motivos, y el suyo será comprendido por muchos: el futuro de su hijo en una sociedad que ha dejado atrás el optimismo del bum económico y se agosta en el desánimo general.

El porvenir es incierto, la amenaza y la violencia se respiran en la calle. Sin embargo, Giovanni trabajó para darle a su hijo algo que él no tiene, un título de contable, y está dispuesto a jugarse la reputación con tal de que su esfuerzo no caiga en saco roto (“había contribuido a crear un mundo de privilegios para el hijo […] habían pasado muchos años y todos esos años no podían no haber cambiado las cosas”). Él, que jamás ha pedido favores, llama a la puerta de la corrupción; aunque tal vez ya se había envenenado mucho antes.

Giovanni, que podría llamarse Juan, residir en Madrid y hacer scrolling mientras toma el café, vive en la Roma de los años setenta y protagoniza Un pequeño pequeñoburgués (1976; Altamarea, 2024, traducida por Fabrizio D. Morselli), la primera novela del escritor y guionista Vincenzo Cerami (Roma, 1940 - 2013), coautor, junto a Roberto Benigni, del guion de La vida es bella (1997), por el que recibieron una nominación al Oscar. Fue alumno de Pier Paolo Pasolini en la escuela secundaria, una huella que se nota en la mirada crítica e implacable con la que disecciona la degradación del hombre común. Porque su héroe, si se le puede llamar así, no es un poderoso ni un desarrapado, sino un sujeto corriente, de la masa; el arquetipo de las expectativas de una generación.

Hay muchas razones para recuperar un libro olvidado o desconocido en nuestra lengua, y una de los más golosas es su potencial para dialogar con el presente, con las preocupaciones de hoy. La historia es cíclica, y lo que hace perdurable una novela es la capacidad para plasmar la naturaleza humana, las emociones, deseos y frustraciones que todos podemos experimentar. Y no es baladí que la propuesta venga avalada por Nicola Lagioia (Bari, 1973), autor de La ferocidad (2014) y La ciudad de los vivos (2020), que firma un inteligente prólogo, a propósito de la reedición en italiano de 2022, que sitúa el contexto de la obra –la tensión de los años de plomo, con el asesinato de Pasolini aún caliente y el de Aldo Moro en el futuro próximo– y la describe como “una novela sobre la fragilidad del italiano medio que, desprovisto de todo, no tiene otra salida que convertirse en un monstruo”. Lagioia, como Cerami, tiene el ojo entrenado para detectar el lado más lúgubre de la realidad.

El hombre condenado

Si alguien espera el efecto balsámico de La vida es bella, que busque en otro lado; en este libro no hay gestos de humanidad ni píldoras de humor que atenúen la aspereza. No, aquí el hombre se condena a sí mismo, la redención no es posible. Para conseguir un puesto para su hijo, a Giovanni le recomiendan que se haga masón. Se lo toma en serio; mientras el joven se prepara las oposiciones, él estudia el funcionamiento de la orden. La hermandad, con todo, tiene poco que ver con la imagen mística que evocan las novelas históricas: sus miembros son individuos tan anodinos como él, reunidos en cualquier local de mala muerte, que utilizan las revistas para difundir su credo.

Como señala Lagioia, esos masones, esos ciudadanos insatisfechos y desesperados, son carne de manipulación política; es inevitable pensar en la nueva ola de extrema derecha, que también emplea un lenguaje soez, carece de escrúpulos y se organiza en torno a una cabeza visible. O en los gurús “del desarrollo personal y las finanzas”, que animan al espectador a comprar sus libros y apuntarse a sus eventos para aprender las destrezas que los convertirán, a ellos también, en ricos, exitosos; así de simple. Otro pacto con el diablo, este a golpe de clic.

En la escena inicial, padre e hijo disfrutan de una jornada de pesca. Alentados por el diploma recién conseguido, hacen su particular cuento de la lechera rumiando todo lo que comprarán cuando el chico consiga un trabajo. “Piensa en ti mismo, solo en ti”, le aconseja Giovanni, “en este mundo no se tiene tiempo de decir sí con los ojos y no con la cabeza…, es el tiempo que le basta a tu enemigo para apuñalarte por la espalda”. En ese entorno, descubren “el espléndido color del cielo, la brisa ligera, el suave perfume de la tierra… y la paz, la infinita paz de la naturaleza”, pero el hechizo les dura poco.

Según Lagioia, “la ciudad ha transformado el desconcierto inicial en lucha por la supervivencia”, esto es, en individualismo, materialismo, alienación y otras consecuencias del capitalismo, frente a la noción de comunidad imperante en el campo. En la ciudad son más, en la oficina son más; pero están más solos. Problemas de los que ahora somos más conscientes, sin que sepamos aún cómo solucionarlos.

Todo por el enchufe

Si bien hablamos del declive de un hombre, lo impersonal del protagonista, el hecho de que podría intercambiarse con facilidad por otro, permite verlo como el paradigma de un tiempo, una generación. No se trata, por lo tanto, de fracaso individual, sino, y ahí está la clave, colectivo. El sistema apela a la idea de hombre hecho a sí mismo, como si no dependiera de los demás. Se ha perdido la confianza en el otro, la comunicación no fluye ni en el hogar. Entrar en la masonería implica pertenencia, pero es una pertenencia interesada en la consecución de un bien material; nada que ver con el sentimiento primario de hermandad. Cuando Giovanni se jubila, el jefe parece apresurado por decirle adiós; él también se ha degradado, descuida las formas (“de vez en cuando me rasco la cabeza para quitarme la caspa…, va bien”). Caer en esa deriva (auto)destructiva solo trae más frustración, más resentimiento.

Otros síntomas que resuenan hoy son la irritación constante (“Se quejaba del tráfico, de los peatones, pitaba con rabia, distribuía insultos violentos a todos aquellos que pensaba que quisieran dificultarle el paso, se quejaba del Ayuntamiento, del transporte público, del Gobierno, de Italia; de todos, vamos”), la misoginia anquilosada (“… mirando las hermosas y blancas piernas de una jovencita con minifalda. Lanzó un silbido de aprobación, lo acompañó de una mueca y una expresión soez. La joven le sacó la lengua y él respondió con un eructo profundo”) o la asunción acrítica de la corrupción como práctica habitual (“contaban ante todo dos clases de personas: ‘los que tenían cultura’ y ‘los que tenían enchufe’”). Su esposa, además, se recrea leyendo malas noticias, “para ella era como respirar una bocanada de oxígeno suplementario: también esta vez la suerte la había acompañado, una suerte de doomscrolling analógico.

Mario Monicelli estrenó la adaptación cinematográfica en 1977, que en España se tituló Un burgués pequeño, muy pequeño. Lagioia, al reflexionar sobre la edad de oro del cine italiano, argumenta que “si queremos darle al arte una función cívica, debería haber contribuido a hacer de los italianos un pueblo más responsable, valiente, menos frágil, más adulto”. No ocurre así, ni entonces ni ahora; la cultura se queda también pequeña, muy pequeña, al lado de fuerzas más rápidas e influyentes. Aun así, quien todavía guste de deleitarse en un libro encontrará en este, bajo su aparente simplicidad –desarrollo lineal, estilo depurado, personajes y líneas narrativas funcionales–, una advertencia sobre las trampas de los mecanismos de control y el peligro de la deshumanización de una sociedad burocratizada y exhausta.

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