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“Somos troncos y a tomar por c…”

Somos troncos y a tomar por c…”, le dijo el comisario Torrente Villarejo a Ignacio González, el del ático poco ético. La escena exige palillo en la comisura del labio y la uña del meñique de la mano derecha larga, muy larga. La uña como herramienta de trabajo de la policía de antes. Hay un ruido de fondo de taberna en las grabaciones y no sabemos si el cafelito fue con porras, sería lo propio hablando de guardias, o churros, si nos vamos a la chapuza española, perdón por la redundancia.

El caso es que lejos de la estética de Pulp Fiction (“no empecemos a chuparnos las p… todavía”), la escena en el kilómetro cero de La Mallorquina madrileña entra en el mismo campo semántico y simbólico que el diálogo ideado por Tarantino, pero con entresijos, minutejos, chotis y chulapos.

Un minuto después de que el PP ganara las elecciones por mayoría absoluta –29 de noviembre de 2011–, dos guardias quedan en un bar con Ignacio González, todavía hoy presidente, atribulado, de la Comunidad de Madrid. Son policías a los que sus compañeros más jóvenes suelen llamar “caimanes”, nombre animal que hace referencia a su edad, a los trienios que llevan en un cuerpo en el que entraron de gris, o de marrón, y en el que practican la doble, triple, militancia: persiguen, a ratos, a delincuentes sin corbata, achantan o resuelven las demandas de los trajeados.

Diferencia de edad entre policías que es mucho más que una brecha generacional. Estos comisarios caimanes están en otra vaina, muy distinta de la que caracteriza a los policías más jóvenes, que han entrado en el cuerpo en democracia, con otras inquietudes, una idea de servicio a los ciudadanos y algún libro en la cabeza. Los comisarios tipo Torrente Villarejo juegan la liga en blanco y negro, pero con pasta extractiva digital, son de farias pinchados con palillo y copa de sol y sombra, pero anhelan adosado en Marbella o alrededores, como el presunto chantajeado.

Se mueven con ese corpus teórico práctico que les permite llegar a frases del tipo “está cagao” para referirse a un cargo público al que hablan con el tono testicular de los conmilitones grasientos, al que graban las conversaciones, por muy colegas que se presenten entre sí, con palmetazos en la espalda. En esta competición casposa está la supuesta búsqueda del dinero circunvalando la magra nómina policial, que es que no da para nada.

El caso es que este caso, un gran caso, de policías y ladrones ocurre en plena democracia y afecta a unos pocos comisarios que llevan toda su vida bordeando la ley, con negocios millonarios, sin que nadie pueda decir que a las ocho de la mañana están en la comisaría.

Está claro que dos comisarios, uno en especial, y un presidente, aún, de comunidad autónoma, se han portado como supuestos delincuentes, trileros, gente de no fiar.

Hasta ahora, el ministro del ramo solo parece haberse preocupado por los ingresos millonarios de Villarejo –¿qué hay de malo en montar una empresa?, habrá dicho el emprendedor pasma–, nada ha dicho sobre el denunciado chantaje a un cargo público, la grabación de conversaciones y su propio contenido. ¿Es mucho pedir que el ministro de Interior, en misa, o el director general de la policía, repicando, diga algo al respecto?