Turistas somos todos
Hay una playa al comienzo de la Ría de Vigo, allí donde las Cíes amansan las olas, la playa de ***** (no pienso desvelar sus coordenadas ni su nombre), que siempre ha sido el punto de encuentro estival de mis amigas. El verano empieza, y casi que termina, cuando hacemos coincidir nuestras vacaciones unos días, amontonamos mochilas en un maletero, envolvemos bocadillos en papel albal y nos vamos durante unas cuantas horas a dejar que el sol nos envuelva en ese rincón bellísimo, tan bonito que las descripciones se deshacen.
Desde hace años cada verano nos cuesta más encontrar sitio para aparcar el coche en el camino hacia la playa. Este verano ha sido casi imposible. Este verano, en el extenso terreno antes de la bajada hacia la arena, había decenas de coches con matrículas extranjeras. Resulta que nuestro rincón medio secreto ya es una etiqueta de Instagram. “Pero, ¿cómo han descubierto esta playa? Yo les prohibía la entrada”, inquirió una de mis amigas con vehemencia.
Prohibir el turismo es un deseo compartido, siempre y cuando no seas tú el turista, claro. Sucede algo parecido cuando como turista y en una ciudad alejada comienzas a escuchar acento español. “Esto está lleno de españoles” dices casi con desprecio, como si tú tuvieses la nacionalidad uzbeka. “Qué cantidad de gente”, dices con absoluto desprecio cuando tú formas parte de esa cantidad de gente.
El turismo, o más bien la degradación de las ciudades o paisajes por parte de turistas adictos al consumo a corto plazo, es un problema evidente. Pero lo cierto es que casi todos hemos contribuido o contribuimos a que ese problema persista, casi todos hemos tenido algún comportamiento éticamente cuestionable como turistas, y no muchos están (o estamos) dispuestos a renunciar al placer revelador, la evasión, o la emoción visceral que produce viajar.
Ocurre también que para algunos trotamundos con caché, el problema siempre está en el que viaja con pocos recursos. “Ahora es que ya viaja cualquiera”, afirman. “El turismo de masas está destrozando las ciudades (solo el de masas)”, añaden. El discurso de algunos expertos y gobernantes (también de izquierdas) cae a menudo en esa trampa vanidosa del “turismo de calidad”, esa etiqueta que reduce básicamente la calidad al dinero o los recursos. “Intenta viajar fuera de temporada alta” te aconsejan. Bueno, es que ese es un privilegio al que solo pueden acceder algunos trabajadores. “Procura no ir a lugares masificados”. Bueno, es que suelen ser los que disponen de más ofertas o mejores conexiones de transportes. Definitivamente hay conflicto con el exceso de turismo, pero tal vez se pueden explotar soluciones y abordarlas sin parecer secundarios elitistas de ‘The White Lotus’.
Prácticamente todos creemos en el poder transformador de los viajes, tanto para las personas como para las comunidades, pero podríamos empezar reconociendo que viajar no es un derecho, es simplemente un privilegio que se ha democratizado. El ser humano siempre ha sentido curiosidad por lo que hay más allá, por lo inexplorado y desconocido, va casi en nuestra naturaleza. Ok, pero relájate que no eres Hernán Cortés. Habría que encontrar una fórmula para que ese anhelo no colapse los lugares. Y quizás podríamos empezar mirándonos el ombligo viajero porque turistas, sí turistas, somos todos.
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