La Unión Europea tuvo que enfrentarse a la pandemia del COVID tras una larga sucesión de crisis internas y en un escenario de muchos interrogantes sobre el futuro tanto político como económico y social del conjunto de países de la Unión. A la crisis de la deuda pública de 2010 le sucedieron la crisis migratoria de 2015 y los efectos del Brexit en 2016. Los inicios de la pandemia a finales de 2019 e inicios de 2020 no fueron precisamente un éxito de gestión, ni desde el punto de vista de los organismos multilaterales (OMS, G20) ni desde el punto de vista intergubernamental en el entramado institucional europeo.
Todo ello encontró a la Unión Europea en un momento institucional delicado, con un aumento significativo de la presión ejercida desde los sectores nacional-populistas euroescépticos, que iba encontrando eco en los sectores de la población más castigados por los sucesivos episodios de crisis. Las desigualdades habían ido en aumento tanto a escala europea como en muchos de los países miembros, el grado de incertidumbre lo podemos considerar radical, la complejidad de actores (por su fragmentación) y de interferencias cruzadas no cesaba de aumentar y las políticas de la UE se caracterizaban en ese escenario por su ambigüedad y por una lógica de “ir tirando”. Las exigencias de protección por parte de amplios sectores de la población iban en aumento y las capacidades de los Estados miembros no eran precisamente las más adecuadas para satisfacer esas demandas.
Desde sus momentos fundacionales en los años 50 del pasado siglo, se quiso evitar explícitamente que los organismos comunitarios intervinieran en la esfera social, tanto por considerar que el propio desarrollo económico acabaría superando los problemas de pobreza y desigualdad social existentes como por entender que las políticas sociales y redistributivas tenían que estar en manos de los Estados miembros como palancas significativas de legitimidad. Los avances que se han producido en materia de no discriminación, etc., se han dado más como consecuencia de la lógica de no interferencia en las dinámicas de libre competencia y desde la perspectiva de evitar barreras a la lógica mercantil. La UE, en este sentido, podríamos decir que no tiene ni objetivos o políticas específicamente democráticas (en la línea de Bobbio, de lucha contra la desigualdad) ni tiene un funcionamiento institucional plenamente democrático (en los procesos decisionales, no directamente electivos, ni en las dinámicas de rendición de cuentas.
La pandemia ha acabado con esa tendencia, al menos coyunturalmente. Obligando a reforzar de manera muy significativa la capacidad de acción de la UE. De manera especial en lo que podríamos denominar ejecutividad (capacidad directa de acción por parte de Consejo, Comisión y BCE). Creando por ejemplo la UE4Health de manera rápida, aumentando la capacidad de acción en ciberseguridad, negociando y distribuyendo los contingentes de vacunas o, en especial, creando un Fondo de Desarrollo dotado con 750.000 millones de euros. La aceleración en las tendencias proactivas ha sido evidente, conduciendo a la generación de una deuda pública comunitaria y anunciando una política fiscal propia, ahora tímidamente implementada con un impuesto de plásticos en frontera pero anunciando un paquete propio en junio de 2024.
Todo ello demuestra una “politización” de la actividad de la UE, en el sentido de asumir un planteamiento proactivo frente a las lógicas populistas y antieuropeas que podían aprovechar la situación pandémica para reforzar el soberanismo nacional reactivo. Y frente a esa creciente amenaza, la respuesta solo podía ser más intervencionista y democratizadora.
Es en este sentido sintomático que el grupo de los países llamados “frugales” (Suecia, Dinamarca, Austria y Holanda) aceptaran (lo que no habían hecho en la crisis de 2008) la propuesta franco-alemana de creación del fondo de recuperación, entendiendo y aceptando que solo desde la interdependencia económica general de la UE podría buscarse una salida al sumatorio de crisis que la pandemia incorporaba y aumentaba y que amenazaba con aumentar si cabe el descontento social ya suficientemente generalizado.
Las dudas ahora pueden en todo caso concentrarse en hasta qué punto la iniciativa del Fondo de Recuperación implica un cambio real y profundo a las políticas desarrollistas e incrementalistas puestas en marcha hasta ahora. Todo ello enmarcado en el debate sobre si las decisiones de la UE o la iniciativa de Biden sobre el “Green New Deal” implica, de hecho, el final del neoliberalismo. Lo que estamos viendo más bien es una recuperación desde el centrismo desarrollista de la dinámica ambientalista. Términos como “Green Growth” o “Build back Better” son más bien ilustrativos de gestionar un proceso de “modernización verde” que no implique cambios de fondo sobre los modelos y pautas anteriores. Las diferencias con el New Deal de Roosevelt son significativas, tanto por la ausencia de planificación a largo y medio plazo como por una presencia más que notable del sector privado en lo que entonces fue una lógica de inversión estrictamente pública.
Desde un punto de vista más político, las dudas están planteadas en ver hasta qué punto las nuevas iniciativas, tomadas con un consenso notable entre Consejo, Comisión y BCE, acaban decantando un nuevo modelo de decisión comunitaria, en el que el conjunto de actores (también el Parlamento Europeo) tenga garantizada su participación efectiva. El peso creciente de los expertos y técnicos en toda la configuración de políticas y en su seguimiento contrasta con pérdidas significativas de capacidades en muchos de los estados miembros, y ello puede contribuir tanto al supranacionalismo como a la pérdida de capacidad de control democrático. De hecho, no es extraño que algunos países busquen en la coartada europea (“la UE no nos deja”) para responder a las críticas que algunas de las políticas que implementan generan. Siguen las dudas sobre como avanzar en la construcción europea, si manteniendo la diferenciación (geometría y ritmos variables) o aprovechando la situación para reforzar lógicas federalizadoras.
En definitiva, está por ver si el cambio evidente en las dinámicas, contenidos y procesos decisionales en la UE acaba generando un avance en la democratización institucional o refuerza aún más la pulsión tecnocrática supranacional. De la misma manera que tenemos pendiente contrastar si los fondos de Next Generation son efectivamente implementados en perspectivas nuevas que modifiquen tendencias desarrollistas que se consideran obsoletas desde el punto de vista ambiental, o si se acaba considerando que resiliencia significa simplemente seguir haciendo lo que ya hacíamos.