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Utilidad pública

29 de mayo de 2021 22:09 h

El Tribunal Supremo ha marcado el terreno sin dejarse llevar por la chispa de la sorpresa o a la aventura interpretativa. De forma unánime, el tribunal concluye en 21 páginas que cree que no existe razón alguna, siquiera de utilidad pública, para conceder el indulto a los políticos que lideraron y culminaron un sabotaje democrático en Cataluña desde el 6 y 7 de septiembre hasta la declaración inoperante del 27 de octubre de 2017. El tribunal no ha sido sensible a las numerosas y no del todo desahuciadas voces que han cuestionado la sentencia y, en particular, la tipificación de sedición para encajar la conducta de los líderes independentistas.

“En estas condiciones”, para decirlo como Felipe González, el tribunal descarta la posibilidad del indulto por ser una “solución inaceptable” y obliga al Gobierno a que valore de forma limitada la decisión de indultar o no a los presos. De hecho, para ser exactos, el único margen de maniobra legal de que dispone Pedro Sánchez ahora es acordar un indulto parcial, sin que en ningún caso esa decisión exonere o absuelva a políticos que actuaron con una frívola y temeraria irresponsabilidad, a sabiendas de que iban contra el sistema jurídico catalán y español con cada nueva decisión adoptada entre el verano y el otoño del 2017.

Dado que la valoración de la utilidad pública de una decisión no es argumento jurídico, es ahí donde posiblemente asoma la naturaleza flagrantemente política del informe. Al mismo expresidente que he citado hace un momento, le parece que “estas condiciones” no aconsejan el indulto, mientras que a otro expresidente, más cercano en el tiempo, José Luis Rodríguez Zapatero, le parece precisamente lo contrario y considera que las condiciones actuales favorecen el indulto. Esa decisión podría funcionar como instrumento para mejorar “la convivencia”, cree Zapatero, y fortalecer de paso el pragmatismo táctico que los líderes de ERC parecen asumir de puertas adentro, y algo menos de puertas afuera.

No resulta exactamente llamativo que la derecha haya salido en tromba contra las declaraciones de varios ministros y del mismo presidente Sánchez en favor del indulto parcial. Forma parte de su deontología política el acoso sistemático o preceptivo, en asuntos graves y menos graves, a este gobierno porque su ilegitimidad política sigue siendo el argumento subterráneo que avala cualquier ataque razonado o insensato a sus decisiones sobre la COVID-19, impuestos, Ceuta, Cataluña o la virgen de Covadonga. La previsibilidad conductual de la derecha, todavía compactada más allá de toda duda razonable, facilita sin duda la acción de gobierno.

Pero esa mecánica confrontacional conculca a la vez la mera posibilidad de abordar capítulos urgentes y muy importantes de nuestra vida política, y entre ellos, por cierto, la renovación capciosamente bloqueada por el PP del mismo Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) con Carlos Lesmes a la cabeza. Es él mismo quien ha exhibido con impávida seguridad que sin concordia no hay indulto posible, aunque otros puedan creer, sin residir en Marte, que la concordia estaría menos lejos con un indulto parcial que saque a los políticos de la cárcel y los mantenga inhabilitados.

Algunas informaciones aseguran que la decisión del Gobierno podría acelerarse sin esperar al asueto veraniego. Sería una buena noticia porque la desaceleración o desinflamación del conflicto con la Generalitat es una actitud, además de valiente, indispensable. Lo es no solo por razones de aritmética parlamentaria, obviamente legítima, sino por razones de mucho más peso histórico, coraje ético y ambición política: armar cuanto antes las condiciones de posibilidad para que la unilateralidad tentativa (o la seducción autoritaria de la que habla un buen ensayo reciente de Anne Applebaum) se disipe del horizonte de acción de los líderes del independentismo, o cuando menos de quienes lideran ERC.

Más allá de si su pragmatismo táctico es creíble, el unilateralismo es hoy bandera política explícita de la derecha nacionalista de Junts y de la izquierda cupaire. Ambos buscan la confrontación con el Estado pero entre los dos no suman más del 26% del electorado (con un 53% de participación). No parece ningún disparate actuar desde el Gobierno central escuchando las aprensiones y las cavilaciones de una mayoría de la población no independentista y ansiosa de ver signos visibles y claros de encauzamiento de un conflicto agotador: la mesa de diálogo, las reuniones bilaterales, los encuentros y reencuentros, el vis a vis mismo con y sin mascarilla son hoy una dieta de negociación de naturaleza radicalmente democrática. Y eso incluye el riesgo de negociar con un independentismo que haya asumido de mejor o peor talante que la unilateralidad es solo un instrumento de tortura social y harakiri político. 

La inhabilitación que sentenció el Supremo parece a día de hoy medida suficiente para impedir la reanudación de viejas prácticas antidemocráticas en líderes políticos amortizados, en particular porque hoy mismo la Generalitat está siendo gobernada por un puñado de nombres que han relevado a sus antiguos líderes. El independentismo no se extingue ni se extinguirá a corto plazo; con él habrá que convivir por muchos años y ni siquiera el Tribunal Supremo que descarta los indultos discute su legitimidad constitucional. La pedagogía activa y la restitución del principio de realidad son por definición lentos pero también deben ser políticamente indesmayables. El coste electoral de los indultos para el PSOE fuera de Cataluña exige ese programa político explicativo, transparente, inequívoco, y sin miedo a la perplejidad o la duda de su votante ante una decisión que no cierra un proceso. Al revés, abre la vía exploradora de soluciones negociadas.

Ser consecuente en la vida no es obligatorio, pero obviar que en Cataluña sigue habiendo un votante significativamente numeroso partidario de la independencia podría parecerse demasiado a la perezosa irresponsabilidad de un Gobierno popular que puso cuanto estuvo en su mano para que el procés se le fuese de las manos. Cuando empezó a entenderlo, todo estaba ya fuera de madre y con líderes políticos atrapados en la movilización popular que habían promovido y cautivos de condiciones autoimpuestas. De su insensatez y falta de coraje hay pocas dudas y hasta contraejemplos, como el del consejero dimitido Santi Vila, o la misma determinación fugaz y nocturna de Puigdemont de convocar elecciones el 27 de octubre de 2017 y su rectificación matutina bajo presión de Twitter.

No parece de una inteligencia mayúscula repetir el mismo error y favorecer hoy de nuevo la cronificación de la confrontación por la que suspiran de día y de noche tanto el bloque de la derecha compacta en España como la derecha puigdemontista y la izquierda cupaire. Los indultos por sí mismos no arreglan nada, pero mantener en prisión a líderes ya cancelados del independentismo bloquea cualquier vía de pacificación del tráfico político entre Madrid y Barcelona. Sí, parece que Felipe González no habla con Pedro Sánchez desde la moción de censura, pero casi mejor.