Ni la policía está conforme con una Ley de Seguridad Ciudadana que atenta gravemente contra derechos fundamentales de los ciudadanos. Los de manifestación y expresión se verán vulnerados como en la franquista Ley de Orden Público de 1959. No es de extrañar, ya que el encargado de pisotear esos derechos nuestros desde el Ministerio del Interior es el opusino Jorge Fernández Díaz, hijo de un militar franquista. En su permanente rictus de rencor, el represor Fernández rezuma una amargura que parece venir del contratiempo histórico de no haber nacido unas décadas antes. Habría sido feliz Fernández en una buena dictadura, y no teniendo que abortar, dios lo libre, la contra natura de una democracia.
Fernández es el mal cristiano capaz de devolver en caliente a una “pobre gente” que herida, aterida, hambrienta, huye de la injusticia, de la miseria, de la persecución política; el mal cristiano que pide a las ONG y al Consejo de Europa que le den la “dirección” donde enviarlos; el mal cristiano capaz de mentir sobre el número de lo que su Gobierno llama disturbios y no es sino la legítima defensa de la calle frente a la violencia institucional; el mal cristiano que sabía lo de los curas pederastas de Granada y calló como si el silencio no fuera cómplice. Debe de tener la conciencia muy intranquila para necesitar de mordazas que silencien la protesta contra el saqueo económico, ético y político de los suyos. “No acepto lecciones de humanitarismo por parte de nadie”, ha escupido, el soberbio. Va sobrado de pecados, Fernández.
Lo paradójico de la situación creada por esta ley, que no amordaza al delincuente sino a quien lo denuncia, es que su aprobación habría sido motivo suficiente para incendiar los ánimos de la gente. Por el contrario, estamos demostrando tener más paciencia que el santo Job. Lo paradójico es que esta ley es una provocación y que si, en consecuencia, la calle se incendiase, el Gobierno justificaría su existencia. Pero no ha sido así: hemos demostrado con nuestra respuesta que sus acusaciones de alterar el orden son falsas. Por sensatez o por cansancio, les hemos dejado hacer, no hemos salido en masa a plantar cara a su mordaza, no hemos puesto nuestro grito en su infierno. Lo paradójico, además, es que se aprueba, en vergonzante soledad parlamentaria, cuando este Gobierno ya no tiene nada que ganar pero aún le queda un porcentaje que perder. Lo paradójico es que se aprueba justo cuando Rajoy proclama el final de la crisis, la ejemplaridad de la recuperación española (que no abre usted la boca más que para mentir, presidente).
Siendo entonces así, ¿qué necesidad tenía este ministro, este Gobierno, de aprobar una ley que recorta derechos y libertades? ¿No tenían bastante con habernos apaleado impunemente en las manifestaciones, con habernos disuelto de malas o peores maneras en las concentraciones, con habernos obligado a identificarnos cuando solo tratábamos de restituir un cierto orden en esta cosa pública que ellos alteran con sus mentiras, con sus recortes, con sus tarjetas, con sus burlas y sus insultos? ¿A dónde quieren llegar? ¿Por qué han hecho esto ahora?
Su necesidad de esta ley solo se entiende desde el inútil afán de apuntalar por la fuerza un edificio que ellos mismos han dinamitado. O desde un deseo repugnante: el de la construcción de un régimen que, a través del miedo, se propone no respetar siquiera derechos fundamentales. Desde la nostalgia franquista, fascista, de un mundo en el que un negro es solo un “pobre” negro y un rojo, solo un maldito rojo. Gente a la que silenciar, despreciar, esposar, golpear, detener. ¿Es eso?
Entonces, ¿qué será lo siguiente, Fernández? ¿Vendrán a buscarnos a nuestras casas?