La vida política de Cataluña está en manos de un juez del Tribunal Supremo con tal capacidad de fabulación que es capaz de reescribir los acontecimientos que han tenido lugar en esa comunidad autónoma en el último año. La desconexión total con la realidad en boca de un político o periodista puede ser criticable, o debe serlo, pero en el caso de un juez es mucho más grave por afectar de forma inevitable a derechos fundamentales.
Pablo Llarena ha decidido este viernes el ingreso en prisión incondicional de Jordi Turull, que es candidato a la presidencia de la Generalitat, y de Carme Forcadell, Raül Romeva, Dolors Bassa y Josep Rull. Todos ellos tendrán que responder de su actuación política y de los delitos por los que se les acusa, pero tienen derecho a permanecer en libertad a la espera de juicio a menos que se den una serie de circunstancias muy concretas.
En la argumentación de esas circunstancias, Llarena distorsiona la realidad de lo ocurrido en Cataluña hasta extremos difíciles de creer. En sus diez folios, conmina a los acusados a renunciar a sus pecados porque los considera culpables antes de que se celebre el juicio. Y ni aun así podrían acceder a la libertad condicional, porque tendrían que pasar por el análisis psicológico que hace el juez, y ahí tienen todas las de perder.
Con Llarena, no es posible sostener que se esté aplicando el principio de presunción de inocencia de los acusados. Va más allá, les niega en la práctica el derecho de los políticos encarcelados a creer que son inocentes. Es más, lo considera poco menos que un agravante que impide su puesta en libertad tras su declaración.
“Y puesto que esos argumentos [con los que justificaban su desobediencia de las decisiones judiciales del año pasado] son los mismos que les llevan a entender que no han perpetrado delito alguno, como han manifestado en la mañana de hoy, puede concluirse que no se aprecia en su esfera psicológica interna un elemento potente que permita apreciar que el respeto a las decisiones de este instructor vaya a ser permanente, ni por su consideración general al papel de la justicia, ni porque acepten la presunta ilegalidad de la conducta que determina la restricción de sus derechos”.
“En su esfera psicológica interna”, escribe Llarena en calidad de perito psicólogo, aunque antes había escrito que “lamentablemente es de imposible percepción cuál pueda ser la voluntad interna de los procesados”. Unos párrafos después, lo imposible pasa a ser evidente.
No aprecia que vayan a respetar las decisiones del instructor del caso, porque además no aceptan “la presunta ilegalidad” de sus actos. Si se consideraran culpables antes del juicio, se supone que la cosa sería diferente.
“El acatamiento de la decisión del Tribunal se producirá mientras su voluntad no cambie”, afirma en un castellano no muy claro. Es probable que quiera decir que 'no habrá acatamiento del tribunal hasta que cambien su voluntad'.
Nos encontramos ante una situación similar a la que se produjo tras la decisión de la Audiencia Nacional sobre el encarcelamiento de Oriol Junqueras y varios exconsellers. El entonces fiscal general José Manuel Maza afirmó en una entrevista que la decisión jurídica sobre la situación personal de los imputados podría haber sido diferente si hubieran acatado la Constitución en su declaración ante la jueza de la Audiencia Nacional. Si los acusados hubieran manifestado una determinada opinión política, la decisión del fiscal y la jueza podría haber sido otra. “A lo mejor alguna cosa hubiera cambiado”, explicó.
Quedó claro entonces como ahora que la Justicia no está sólo valorando hechos, sino también ideas políticas. No son sólo los actos que realizaste en calidad de alto cargo de una Administración los que pueden negarte la libertad condicional, al considerarse la gravedad del delito, sino también tus opiniones.
Pœnitentiam agite: appropinquavit enim regnum cælorum (Arrepentíos. El Reino del Cielo está cerca).
En el otro auto en el que procesa a Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y los demás líderes independentistas, Llarena pone a prueba su imaginación y da a entender que los acusados estuvieron a punto de conseguir sus objetivos, una opinión personal que no creo que comparta mucha gente informada o en su sano juicio. Todo con la intención de justificar la imputación del delito de rebelión, que exige una intención, planificación y ejecución de actos violentos que nadie ha visto y que aparentemente podrían haber concedido la victoria a los acusados.
Explica que la actuación violenta requiere tres elementos, y que uno de ellos debe ser de entidad suficiente para que pueda “doblegar la voluntad de aquel contra quien se dirige”. La idea de que el Estado podía doblegarse sólo por la manifestación ante la Conselleria de Economía, por las declaraciones de los políticos independentistas o por la celebración de la consulta del 1 de octubre es tan absurda que casi no es necesario ni refutarla.
Los acontecimientos posteriores al 1-O lo dejan claro, y también lo ocurrido tras las elecciones. El Estado nunca estuvo indefenso ante el reto independentista. La actuación de los tribunales y la decisión del Gobierno de aplicar el 155 desmienten con claridad esa supuesta capacidad de los acusados de someter a las instituciones a su voluntad con ayuda de la violencia.
Pero si Llarena se refiere estrictamente a la concentración ante la Conselleria cuando agentes de la Guardia Civil estaban realizando un registro en su interior, la cosa es aún peor. Sostiene que esa noche hubo “una real restricción de la capacidad de actuación” del Estado a causa de la presencia en la calle de miles de personas.
El hecho evidente es que los agentes realizaron en el interior del edificio las funciones que tenían encomendadas durante el tiempo que necesitaron. La concentración sí impidió su salida normal, que tuvo que aplazarse varias horas, sin que nunca quedara claro por qué algunos agentes sí pudieron salir unas cuantas horas antes que los otros.
La responsabilidad de los mandos de los Mossos por no haber despejado la calle antes (después sí hubo cargas de los antidisturbios de los Mossos) será la que dicten los tribunales si ese es el caso. Afirmar que el presunto carácter violento del desafío independentista empieza y acaba en lo ocurrido esa noche a la hora de justificar un ingreso en prisión es algo que se puede hacer en un artículo de opinión publicado en un medio de comunicación, pero no en un auto judicial que limita derechos fundamentales. Al autor de ese artículo se le puede llamar manipulador, pero está en su derecho de manifestar esa opinión. Un juez del Tribunal Supremo no es un editorialista ni un tertuliano.
Pero parece que Llarena no resiste lo que podríamos llamar la tentación del tertuliano cabreado y se lanza a un símil, esa figura retórica tan maltratada en los programas de televisión. Compara la actuación violenta ante la Conselleria con “un supuesto de toma de rehenes mediante disparos al aire”, que podría ser una comparación estrambótica con los guardias civiles de Tejero entrando a tiros en el Congreso en el golpe del 23F.
Di lo que quieras de los tertulianos más airados pero al menos no meten a la gente en prisión con sus elucubraciones. No se puede decir lo mismo de Llarena.
Para hacer ostentación del peligro que suponía el enemigo, Llarena se convierte en propagandista involuntario de la fortaleza política de los indepes (recordemos que intenta argumentar que estuvieron a punto de conseguir su objetivo de la independencia) hasta el punto de referirse a “un armazón internacional desarrollado en los últimos años para la defensa de sus planteamientos y, por tanto, en condiciones de prestar un soporte eficaz”.
Muy eficaz. Cualquiera que haya visto el ridículo internacional sufrido por los independentistas (Puigdemont llegó a afirmar en pleno delirio en un mitin que el Departamento de Estado y Jean-Claude Juncker prácticamente habían reconocido la voluntad de los catalanes de formar un Estado propio). El reconocimiento internacional que estaba casi hecho no apareció por ninguna parte, como era previsible, excepto el apoyo recibido de los partidos ultranacionalistas flamencos.
El “armazón internacional” sólo existe ahora en la cabeza de Llarena, y quizá antes en las de Romeva y Puigdemont.
Más allá de la responsabilidad jurídica de cada uno de los encausados, estamos ante un problema político gravísimo que no tendrá solución si no se reconstruye la convivencia política y social en Cataluña. Tampoco será posible si los políticos independentistas asumen su parte de responsabilidad en el fracaso de su estrategia.
A lo más que han llegado algunos es a afirmar que no contaban con que el Estado reaccionara con tanta agresividad contra Cataluña, lo que es un argumento tan penoso como falso, porque esa era una de las razones con las que justificaban su campaña independentista.
Vendieron a sus votantes que eso estaba hecho y que sólo tenían que depositar un voto en una urna. La confusión del campo independentista después del 1-O y la inmensa decepción de sus bases por una secesión que sólo duró ocho segundos han sido la principal consecuencia de una estrategia política que sólo podía conducir a la derrota.
Pero ahí ha aparecido en su rescate el juez Llarena, que se presenta como el cirujano de hierro y salvador de la patria que acabará con la enfermedad y que lo único que conseguirá es perpetuar este cisma durante una generación. No se puede gobernar un país desde un despacho del Tribunal Supremo y menos con la visión deformada de la realidad de la que hace gala este magistrado.