Si la idea de llevar el juicio a la sede del Tribunal Supremo era impresionar al mundo con la pompa y la circunstancia de los nobles salones de tan jurídica institución, apabullar a los observadores con la grandeza que atesora la tradición de sus estancias, la Justicia española se está quedando lejos del éxito.
La imagen de esa sala sobrepasada y atiborrada, con los acusados embarcados en una especie de balsa a la deriva en medio del tribunal, con los defensores y acusadores agolpados, sin siquiera suficientes superficies planas donde apoyar para escribir, y los magistrados del Tribunal desparramados a lo largo y ancho de la Presidencia como si fueran becarios y no hubiera sillas altas para todos, transmite de todo menos solemnidad y ceremonia.
La justicia del siglo XIX se están dando de bruces con el mundo del siglo XXI en el Tribunal Supremo, igual que la idea del Estado-Nación se estrella con la realidad del proceso de construcción europeo y las múltiples identidades que acarrea consigo. Otro ejemplo más de cómo, muchas de nuestras dificultades e incertidumbres ante la realidad, provienen de este empeño de usar ideas e instituciones del siglo pasado para afrontar y resolver problemas del siglo presente, como si nada hubiera cambiado y fueran a funcionar exactamente igual.
Las televisiones quieren dar espectáculo y parecen echar de menos un regidor que agilice los engorrosos trámites de una justicia penal, que no ha sido concebida para el entretenimiento de las masas. Donde hay procedimiento y garantías procesales, comentaristas y comunicadores ven elementos dramáticos buenos o malos para el share y el ritmo de la función. La justicia deviene una puesta en escena, el derecho penal se vuelve opinable, defensas y acusaciones son tratados como actores, cuyas frases se aplauden o abuchean igual que si actuaran en una comedia de situación y la ley fuera la máquina de activar las risas y aplausos enlatados.
Aún más inquietante resulta que el presidente de la Sala parezca tener que obligarse a recordar a cada paso que está ordenando un proceso penal, donde unos cuantos hombres y mujeres se juegan varias decenas de años de cárcel, no dirigiendo una superproducción para un canal de pago. El presidente se sienta en la silla más alta y más solemne solo para garantizar que se cumpla la ley, no los plazos de un calendario marcado por una, dos o media docena de convocatorias electorales. No se trata de dirigir un juicio histórico, o político, o mediático, muchos menos la última línea de defensa del Estado o de la Nación. Se trata de presidir un proceso penal, señoría, con la venia, están en juego los derechos más fundamentales y preciados de un ser humano; no lo olvide.