Desde Catalunya se aprecia que en el resto de España hay gran distensión tras los problemas que hemos vivido. Es como si el agotamiento de una fase del Procés fuese su final. O como si estuviesen encarrilados los problemas. Nada de eso es verdad. Se equivoca quien crea que constituir una Mesa del Parlament no obsesionada por despreciar la legalidad (como hacía la dirigida por Carme Forcadell) o quien piense que un desenlace no estridente del pulso por la presidencia de la Generalitat son datos que enmarcan un regreso a cierta normalidad.
Estamos en una tregua generada por cierto realismo y el temor a las decisiones de la justicia. El principio de acción y reacción lleva dos o tres meses cediendo la iniciativa a lo segundo. Las retractaciones ante el juez tienen valor muy relativo. Catalunya las considera técnicas de defensa legal, un cambio de táctica tras la inmensa ingenuidad de los secesionistas que tiraron de la cuerda confiando en que el poder del Estado actuaria acomplejado por miedo al qué dirán de Europa.
Pero los datos de fondo son los que son y el independentismo continuará gobernando el día a día de Catalunya siempre que acepte desempeñar el papel de un simple buey que empuje -sin pasar de ahí- la agenda ordinaria mientras crea continuas condiciones objetivas que acerquen a su modelo final. Sólo ha muerto la prisa. El brazo de poder español ha tenido la oportunidad de aplicar una gran cataplasma únicamente por la desmesura de los errores de Puigdemont y su mundo. El independentismo lo tenía todo, avanzaba como dios, administraba dineros, vivía bien e imponía su relato. Pero se pasó de rosca y le cayó encima el látigo de la ley. En democracia si te respaldan muchísimos votos tenaces el efecto de eso es limitado, lo hemos visto y ha vuelto a ganar las elecciones. Sus dos millones de votos son sólidos y estables por muchos errores que cometa pues hay dos millones de personas que además de no sentirse psicológicamente españoles consideran prioritario y lógico seguir intentando salirse, aunque sea en un viaje más lento de lo prometido por su facción menos seria. A partir de ahí actuar a la contra es como un juego: ahora desafección maleducada, luego desprecio silencioso, mañana recordar la impotencia ante una invasión de lazos o bufandas amarillas... La otra media Catalunya es ligeramente mayoritaria, pero posee mucha menos capacidad de movilización, especialmente si España le dice que no corre ningún riesgo.
Las elecciones catalanas fueron otro gran fracaso de esa España que hasta Felipe González reconoce públicamente que carece de un proyecto conjunto atractivo. Encima, disipó dudas. Antes los miopes podían confiar en que si un día votaba prácticamente todo el mundo la unidad ganaría, aunque España no hiciese nada. El tiempo de eso ha pasado; quizá nos acercamos al momento en que la secesión pueda mostrarle a Europa un resultado favorable con mayoría absoluta en votos. Por no hacer, Rajoy ni siquiera recuerda que en poblaciones muy entrecruzadas para las decisiones trascendentes son imprescindibles unas mayorías reforzadas. Está incluso previsto por el Parlament, pero La Moncloa no lo trabaja.
El rumbo únicamente podría modificarse con actuaciones políticas de Estado, de esas que son incómodas y que hasta ahora no abordan ni Rajoy, ni Sánchez, ni Rivera, en la estela de Aznar o del Felipe González de cuando ni siquiera estaba a favor de reformar la Constitución. Pero que no crea nadie que puede eternizarse el muro de contención de los encarcelamientos preventivos forzosos sin fianza; que no crea nadie que los indepes que van detrás de Puigdemont son tan torpes como él y se meterán en laberintos tan mal medidos como el que diseñó para sí mismo cuando renunció a la valentía civil y optó por huir a Bruselas.
Mis muy tranquilizados españoles, aunque no os gusten los problemas complejos dejad de aferraros a vuestro optimismo, aunque la situación del Estado parezca que no vaya a plantearos riesgos a quince días vista. Las cuestiones abiertas -que son casi todas, por cierto- sangran, aunque estén bajo vendas, y ya caducó el tiempo de los matrimonios forzosos. Hay que moverse. Empujad para que se diseñe una estrategia regeneradora que convierta España en algo mínimamente más atractivo de lo que es, tanto para los catalanes como para los que no lo son. La hoja de ruta debe incluir desde forjar instituciones más serias hasta hacer efectiva de una vez esa separación de poderes que ha actuado tan sospechosamente en la crisis del Procés; desde una actuación no retórica contra la corrupción hasta un replanteamiento menos turístico de nuestra economía; desde llevar la nueva sociedad real a la enseñanza a regresar al imperio de la preocupación social, ahora que Bruselas acaba de levantarnos la camisa destapando que vivimos en uno de los países que ayudan menos a las rentas bajas...
Hay mucho trabajo pendiente, urgentísimo, pero nadie corre porque disfrutamos de una tregua. No es una gran táctica.