La reina, la emérita, la princesa heredera y la infanta Disney se pasearon por un mercado de Palma como cualquier familia que aprovecha el mercadillo del pueblo para romper el tedio del veraneo común. Cuatro mujeres, tres generaciones: si no se tratara de ellas, serían la viva imagen de una continuidad. Con ellas, sin embargo, que avanzaban con el calzado de esparto más apropiado, que eran todo fresco lino y buen algodón, que entrelazaban unos dedos en los que se intuía una floja incomodidad, que sonreían a duras penas y de esa manera que solo puede aprenderse, la escena se volvió agónica. Algo así como morir con las gafas de sol puestas. A la abuela le hizo falta un ventilador de mano. De nada sirve que fuera de color turquesa.
Mientras se producía toda esta falacia estival, el llamado rey, Felipe de Borbón, navegaba o regateaba o como quiera que se llamen sus actividades marineras alrededor del Real Club Náutico de Palma. Su padre, Juan Carlos de Borbón, esposo, suegro y abuelo de las del mercado, iba a hacer lo propio en su embarcación homónima, pero en el relato del sofisma cabe recurrir a médicos que desaconsejan salir a la mar cuando te han pillado con el carrito de los contratos, en el que van subidas princesas testaferras y es empujado por comisarios de cloaca. Así que el patriarca no se ha dejado ver, lo cual tampoco les va a servir, a estas alturas, de gran cosa. A Felipe fueron a recibirle en cubierta la infanta Disney, la princesa heredera al trono que él heredó y la reina que habría de ser del pueblo y no lo es, quien hizo a su ya siempre estupefacto consorte lo que si de Bisbal y Chenoa se tratara vendría a ser lo que se conoce como cobra.
Con sus clamorosas ausencias (algunas por encarcelamiento) esas angustiosas escenas familiares tratan de transmitir a la opinión pública (que transita entre el morbo, el desprecio y la siesta) una única sensación: normalidad. Quieren que aceptemos pulpo como animal de compañía. Y justo esa es la palabra imposible, normalidad, que ha utilizado el presidente Sánchez para lo único relevante que tiene previsto hacer Felipe VI en los próximos días: ir a Catalunya por el primer aniversario de los atentados de Barcelona y Cambrils. Relevante para él y para esa agónica continuidad que sus cuatro mujeres teatralizaron en el mercado mallorquín, pues en Catalunya se escenificará de nuevo, más alto aunque difícilmente más claro, lo que en la isla balear ha quedado patente con el plantón que le dieron numerosas autoridades y entidades sociales y políticas. Resulta que Felipe quiso hacer, en plan tradición que no sigue siéndolo, una recepción de sueño de una noche de verano. Y le dieron calabazas.
Porque a este rey, que casi nadie quería, ya casi nadie lo quiere. Porque no hay normalidad posible: “No queríamos ir a una recepción para darnos la mano y reír como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera gente exiliada y encarcelada”, explicó Nel Martí, portavoz de Més per Menorca en el Parlament. Muy buen resumen. Y porque mientras unas se pasean por el mercado, otros regateaban, otros respetan escrupulosamente la prescripción facultativa y otros ahogan el sofoco en una celda, hay quien está presentado proposiciones de ley para convocar un referéndum sobre la monarquía. Eso sí sería normalidad. Salud, democracia. Y no el ardid, también falaz, de Pedro Sánchez: “Tenemos una monarquía renovada y ejemplar en la figura de Felipe VI”, se ha atrevido a pronunciar. Y cuando le han preguntado por el ejemplaridad de Juan Carlos I, ha osado responder: “También, también”. Como si no le llegaran ecos de un verano en Marivent que bien podría ser el último.