El teatro es siempre político. La política es siempre teatro. Lo cual no degrada ni enaltece a ninguna de las dos actividades, ni implica necesidad alguna de confundir la ficción con la mentira. Lo importante del asunto consiste en aclarar qué tipo de política se hace en el teatro y qué tipo de teatro se hace en la política.
En su formato más clásico, la ficción (lo mismo la teatral que la política) requiere del espectador eso que solemos llamar “suspensión de la incredulidad”. Quien asiste al espectáculo decide creer, mientras dura la representación, que aquello que ve y escucha es cierto. Eso conlleva emocionarse con el sufrimiento o la felicidad de los personajes, permitirse el placer de una dosis de irracionalidad y experimentar, aunque sea de forma efímera, un pequeño cambio interior. La famosa catarsis aristotélica.
Hace casi un siglo, Bertolt Brecht decidió que ni la suspensión de la incredulidad ni la catarsis servían para gran cosa, cuando el objetivo de la función consistía en reformar la sociedad. Esos eran básicamente recursos reaccionarios. Y acuñó el término “verfremdungseffekt”, traducible como “efecto de distanciamiento”, para definir lo que a él le interesaba hacer.
Brecht aspiraba a que la audiencia no dejara de ser consciente de que asistía a una representación y, por tanto, de vez en cuando sus actores se dirigían directamente al público para recordarle que eran eso, actores, que sobre el escenario no había ninguna auténtica Madre Coraje perdiendo a sus hijos sino una señora que recitaba frases escritas por otro, que no debían dejarse llevar por los sentimientos sino mantener el espíritu crítico y comprender el auténtico significado de la obra, que el antibelicismo no había de ser emoción pasajera sino voluntad de acción.
Resulta evidente que ni en teatro ni en política pueden combinarse la suspensión de la incredulidad y el “verfremdungseffekt”. O lo uno o lo otro.
Tanto el Partido Popular como su excrecencia, Vox, llevan años interpretando una obra disparatada, shakesperiana si nos atenemos a la célebre frase de Macbeth sobre la vida (“un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”): la defenestración de un líder errático y frágil y su sustitución por otro con el talento sintáctico y la genialidad política de un Teletubbie; la desfachatez asombrosa (dejemos de lado actuaciones potencialmente criminales) de una baronesa poderosísima; el desprecio por la salud pública y la naturaleza exhibido por sus gobiernos autonómicos… En todo momento, sin embargo, han procurado que su público se mantuviera crédulo y receptivo al efecto emocional.
La coalición de las izquierdas ha ofrecido una obra no esencialmente mala, con pasajes casi brillantes (derechos sociales e individuales, por ejemplo) y momentos tenebrosos (Marruecos, por elegir uno) de esos que exaltan, como debe ser, la furia del público. Pero ha aplicado a fondo el “verfremdungseffekt”. Cada vez que un actor declamaba sobre el escenario alguna frase como “este gobierno permanece unido”, otro se acercaba al público para susurrar “ojo, recordad que aquí nos odiamos todos”; en cada monólogo del protagonista relucía un mensaje subyacente (“saben ustedes que estoy mintiendo, pero ¿a que lo hago bien?”); cuando la compañía en pleno metía la pata, instaba a la audiencia a abuchear a sólo uno de sus miembros (una, en el caso que nos ocupa).
A estas alturas ya hemos captado el asunto. Vale, esto no es realidad, es teatro. El caso es que en una campaña electoral se demanda al público que suspenda su incredulidad, que olvide el sentido crítico, que participe en la ilusión, que goce de la catarsis. Y el público de izquierdas está ya demasiado habituado al “verfremdungseffekt”.
Pienso que, a pesar de la ley d'Hondt y sus consecuencias en el reparto de escaños, ya da bastante igual que la izquierda de la izquierda acuda a las urnas unida o separada y que la derecha de la izquierda interprete mejor o peor el papel de partido cohesionado. Conocemos el truco. Los actores nos han dicho ya muchas veces que no nos fiemos de ellos.
Recordemos dos cosas: que unas elecciones se refieren más a un conjunto de ilusiones colectivas sobre el futuro que a la evaluación racional del pasado reciente, y que el peor resultado de la izquierda española se dio en las elecciones de 2000, cuando PSOE e Izquierda Unida concurrieron juntos en una coalición forzada e inverosímil que según todas las encuestas iba a perder por poco, y perdió por millones.
(Comprendan que aquí no nos refiramos a los grandes grupos de comunicación, la claque que en su mayoría ha aplaudido con entusiasmo la función de la derecha y en su minoría la función del gobierno de izquierdas, porque ya saben ustedes que lo de esos grupos no es teatro, sino principios. Unos principios tan sólidos que, cuando las circunstancias lo aconsejan, pueden ser sustituidos por otros y guardarse para más adelante sin sufrir el menor deterioro).