Estos días han vuelto a ser noticia los miles de fallecidos en residencias durante la pandemia, los 80 de Angrois y los que a día de hoy siguen desaparecidos sin que sus seres queridos tengan dónde velarles. Unos por las declaraciones de un vicepresidente que niega una comisión de investigación en residencias de Madrid, otros por el inicio del juicio del accidente del Alvia, y los últimos por la aprobación de la ley de Memoria Democrática en el Senado. Y todos ellos tienen algo en común: son víctimas del tiempo, que sigue corriendo en contra de su derecho a verdad, justicia y reparación.
Por eso, y desde el pudor que supone hablar del dolor ajeno, quiero hacer en estas líneas un ejercicio de aproximación, de empatía, con aquellas personas que perdieron a un ser querido –o estuvieron a punto de perderlo- sin la dignidad que se le supone a cualquier ser humano. Porque, si lo pensamos bien, son situaciones que no nos son tan ajenas como creemos. Porque todos hemos perdido a un ser querido o estado a punto de perderlo, y nos toca convivir con “capas de pérdidas que hacen que la vida parezca fina como el papel”, como dice Chimamanda Ngozi Adichie en su libro ‘Sobre el duelo’.
Desde el respeto de los tiempos y el duelo de cada uno, intento aproximarme al dolor que pueden sentir los familiares y amigos. Desde la distancia de una persona que no ha vivido esos sucesos traumáticos, pero busca hacer un ejercicio de empatía desde la comprensión del dolor y el miedo a la pérdida y que, aunque desde otros lugares, también ha llegado a sentir.
Precisamente porque la vida ya te enfrenta a suficientes incertidumbres, si está en nuestra mano, no la hagamos aún más incierta. Sobre todo si hablamos de una muerte inesperada, cuyo entorno busca certezas para poder afrontar la ausencia de esa persona. Y, si puede haber un proceso para conocer lo ocurrido, lo lógico y justo es que se facilite la investigación, y no que se torpedee.
Cualquier persona podría empatizar con la angustia de no tener el control sobre lo que le pasó a ese ser querido que ya no está o que estuvo a punto de desaparecer. Y para eso necesitamos un porqué que explique y que ayude a cerrar el círculo del duelo.
El paso del tiempo es el enemigo de la memoria. Y quienes niegan la investigación de lo sucedido lo saben. Confían en que el tiempo nuble la verdad de lo que ocurrió. Porque, mientras se eterniza ese proceso, cuanto más se alarga la espera, más cerca está la desesperanza.
Pero, el tiempo por sí solo no cura las heridas, las puede eternizar y empeorar. No garantiza que superes una pérdida, sino todo lo contrario, que se enquiste, que no puedas avanzar. Porque aún hay preguntas por resolver. Una enfermedad tiene ciertas certezas, la ciencia nos las da, confiamos ciegamente en quienes saben. Pero, cuando no hay certezas de lo ocurrido, cuesta cerrar el duelo. Si no curamos la herida, no sana. Es tan sencillo como eso. Hacer como que no pasa nada no resuelve el problema. Quizá en política les haya servido a algunos, pero lo cierto es que en numerosos casos el paso del tiempo no ha resuelto los grandes retos del país.
El paso del tiempo es demoledor para la memoria. Pasan los años y solo nos acordamos durante el aniversario de la tragedia de esas decenas o cientos de personas que perdieron la vida. ‘Podría haber sido yo, o mi familia’, pensamos cuando asistimos como espectadores a un acontecimiento trágico. Pero, ¿a que ya nos cuesta pensar que podríamos haber sido nosotros quienes a día de hoy no supiéramos dónde está enterrado nuestro padre o madre? Sin embargo, eso no significa que quienes sí lo sufrieron dejaran de sufrirlo hasta sus últimos días, porque el dolor puede cronificarse de generación en generación.
Parece tan sencillo como que si el dolor de la pérdida es universal, ¿por qué no lo es la exigencia de verdad, justicia y reparación para las víctimas?
Cuando pasas por algo traumático necesitas respuestas, y, si las puede haber, ¿por qué no averiguarlas si, además, ayudarán a cicatrizar la herida? Son justamente las cicatrices las que nos recuerdan que hubo un tiempo de dolor, pero también de sanación. Y, sin cura, aún seguirían supurando.
Son muchas las metáforas que podríamos aplicar, y que de hecho se han utilizado para explicar que, sin memoria, el tiempo le gana la batalla al recuerdo y lo convierte en olvido. Perdurarla pasa por conocer la verdad, lograr justicia y alcanzar la reparación. Y así, poder continuar con la hoja de ruta de una vida que, aunque no será la misma sin esa persona, preservará su dignidad. Como dice Rosa Montero en ‘La ridícula idea de no volver a verte’, “la recuperación no existe: no es posible volver a ser quien eras. Existe la reinvención, y no es mala cosa”. Transitando, así, del dolor al recuerdo, hasta que el primero vaya dejando espacio al segundo.
Basta con aterrizar en lo cotidiano y en las complejidades que te presenta a veces la vida. Esas que generan desconcierto pero que tienes que afrontar de la mejor manera posible, manteniendo el equilibrio para no caer en la negación ni recrearte en el dolor. Pero a estas personas no se les dio ni la opción de hacerlo. Se les abocó al “lo que pasó, pasó, y hay que seguir adelante”. Se les aplicó el castigo del silencio. Como el que se impuso a nuestras abuelas y abuelos que, por miedo a revivir algo tan traumático como una guerra, se llevaron a la tumba los recuerdos de un duelo no superado, de un país sin verdad, justicia ni reparación, y las claves para, de verdad, cerrar las heridas de un país que sigue supurando por las heridas de su historia.
Pero luchar contra el olvido es cada vez más difícil, y parecen ser conscientes de ello los negadores de la verdad. A su favor juega el ritmo cada vez más frenético en el que vive esta sociedad. En la que pasamos de un acontecimiento a otro, de una preocupación a otra en cuestión de minutos. Y así, las últimas horas dificultan que tengamos conciencia colectiva sobre un suceso que afectó a decenas, centenares o incluso a miles de personas.
Es tal la velocidad a la que vivimos que, incluso, un acontecimiento global como fue la pandemia, que tuvo lugar hace nada, un par de años, se pretende ver como lejano, tan lejano como para que el vicepresidente de la Comunidad de Madrid diga que las familias ya “han superado” la muerte de sus mayores en residencias.
Afortunadamente, aún hay quienes resisten a la desmemoria, como el periodista Manuel Rico que cada día recuerda los “días que el Gobierno Ayuso aprobó el Protocolo que impedía trasladar al hospital a los residentes más vulnerables”. Y que “7.291 murieron sin recibir atención médica (5.795 con covid)”. O como la periodista Ángeles Caballero que, como contaba en una “Carta al señor Ossorio” en El Confidencial, su madre murió el 21 de marzo de 2020 en una residencia de Madrid. “Empezó la primavera al mismo tiempo que mi orfandad, metida en casa, sin poder darle la mano, sin poder darle un beso”, escribía. Y señalaba que su “teléfono no ha sonado durante todo este tiempo, tampoco el de las plataformas Verdad y Justicia, Marea de Residencias y Pladigmare (Plataforma por la Dignidad de las Personas Mayores en Residencias)”.
La plataforma de Víctimas del Alvia es otro gran ejemplo de quienes persisten en lograr dignidad para sus fallecidos y heridos. Al inicio del juicio, nueve años después de la tragedia, insistían: “Seguimos luchando por Verdad, Justicia y que se depuren todas las responsabilidades”. Una reivindicación que desde la ARMH llevan exigiendo desde hace años mientras desentierran la dignidad que les fue arrebatada a miles de personas en nuestro país.
Son estos resistentes de la memoria quienes nos recuerdan día a día que no podemos permitir que el tiempo borre el derecho a verdad, justicia y reparación de miles de personas. Y que no solo luchan por la dignidad de las víctimas, también por la de todos y todas nosotras, que podríamos estar el día de mañana en esas residencias, en un tren sin final de trayecto, o en un país que por falta de memoria volviera a caer en uno de los episodios más horribles de su historia.