En la vida de las reparaciones, las dos Españas están representadas por las figuras del chapuzas y del manitas. Cuesta diferenciarlos, pues el chapuzas acostumbra a hacerse pasar por manitas. Lo hace de una manera chapucera, pero da el pego, y cuela. Nuestra Transición se fundamenta, precisamente, en este equívoco. Por ejemplo, el rey Juan Carlos I fue recibido como un manitas y despedido como un chapuzas.
La historia de España, en general, es una chapuza de las gordas. Por la derecha, la chapuza se caracteriza, aquí, en que se acostumbra a facturar en negro siempre que se puede, y por la izquierda, en que se sujeta todo con alambres. Sin ir más lejos, ahí tenemos el espíritu republicano. La gente se pasa más de setenta años esperando otra república, y tiene que conformarse con una abdicación a la hora de la verdad. Pero una abdicación es un remiendo para ir tirando, como ya hemos comprobado.
El rollo de alambre es el utensilio que nunca debe faltar en la caja de herramientas de la izquierda, esto también se ha demostrado repetidas veces. Hasta el histórico dirigente del PCE, Santiago Carrillo, se apresuró a sujetar, con un rollo semejante, la reputación del rey Juan Carlos I. En el capítulo final, titulado “Don Juan Carlos I”, de su libro Juez y parte. 15 retratos españoles (col. Así Fue. La Historia Rescatada, ed. Plaza y Janés, 1996), el histórico líder comunista sostiene que el cargo de rey, en tanto que simbólico, se sustenta sobre “una jerarquía moral” justificada, entre nosotros, por el “importante papel jugado por Juan Carlos [sic.] en la transición”. También vemos así que no hay empalme sin cinta aislante, material imprescindible en toda chapuza.
El equilibrio en precario, el rollo, el alambre, brilla, sin embargo, líneas más abajo, cuando Carrillo, hablando de Juan Carlos I, escribe que la vida de rey es muy aburrida, pues los reyes “no pueden echar una cana al aire, como cualquier particular, incluso el más meapilas, hace, sin arriesgarse al escándalo en una sociedad bastante hipócrita...”. Visto con el tiempo, podría decirse, que Juan Carlos I, más que una cana al aire, ha echado todos los pelos que llevan barridos en los salones de Llongueras, desde que abrió su primera peluquería, ya años antes de que el Caudillo muriera envuelto en otro tipo de melena.
En nuestra cultura popular, los dos chapuceros más famosos son los personajes Pepe Gotera y Otilio, creados por el dibujante Ibáñez. También representan las dos Españas, por supuesto, la del señor con bigote que factura a tono con su propia vestimenta, es decir, en negro, y la del empleado, que se alimenta de bocadillos y hace lo que le mandan. Mediante el aspecto de Pepe Gotera, se advierte que se trata dos clases medias diferentes la americana y la española. En Estados Unidos, tuvieron como icono, no al señor de negro, sino al hombre del traje gris. Esa imagen sale del título de la novela de Sloan Wilson, El hombre del traje gris (1955, la traducción de la novela que, dos años después, hizo Baldomero Porta fue recuperada por Libros del Asteroide en 2009).
Como la mayoría de escritores de su generación, tanto los más célebres, como los menos conocidos, Sloan Wilson fue movilizado en la segunda guerra mundial y durante su posterior carrera profesional cayó en el alcoholismo. El hombre del traje gris estuvo representado en el cine por Gregory Peck, y a nuestro señor de negro lo encarnó en televisión José Luis López Vázquez, en la serie Este señor de negro, a partir de una idea del dibujante Mingote.
El negro es lo atávico, fue lo primero que hubo, lo dice hasta el Génesis, antes del comienzo de todo ya estaba la oscuridad. Por su parte, el gris llegó como un color moderno, pues no solo aspiraba a ser símbolo de lo anónimo (aunque, más bien, habría que decir símbolo de lo diario, de lo cotidiano). En París, para fundar el cubismo, junto a Picasso y a Braque, el pintor madrileño José Victoriano González-Pérez, se puso el nombre más moderno que había: Juan Gris. El gris era la avanzadilla. Resulta imposible contar todo el blanco y negro del cine de vanguardia, o de Griffith, o de Eisenstein, o de Pudovkin..., sin atravesar una jungla de grises.
Tanto en el realismo del novelista norteamericano Sloan Wilson como, antes, en la pintura cubista, el gris representa la reivindicación de lo cotidiano como gesto de modernidad. Esta idea aparece desarrollada en el ensayo del marchante e impulsor del cubismo, Daniel-Henry Kahnweiler, Juan Gris. Vida, obra y escritos (Gallimard, 1946, y traducido por José Vivar para Sirmio/Quaderns Crema, en 1995). Aquí, el autor habla de la función biológica de la pintura, que consiste en crear un mundo exterior para que puedan habitarlo las personas. Entonces, Kahnweiler repara en que el cubismo y, el primero entre ellos, Juan Gris, quiere poner ante nuestros ojos, y nos hace amar, los objetos más cotidianos, simples y modestos, en los que a menudo no reparamos. Son útiles de cocina, y cacharros domésticos en general, o una silla, o un periódico, o una guitarra...
Del mismo modo que el hombre del traje gris es la clase media moderna, nuestro señor de negro será la España de siempre, que reúne dos cualidades contradictorias: cada día parece más residual, al tiempo de dar la impresión de que jamás va a desaparecer. Se ha dicho que fue el emperador Felipe II quien introdujo en la corte la moda de vestir de negro. De ahí viene nuestro señor de negro. Esta aristocrática tenebrosidad tal vez obedecía a una autocrítica por parte del monarca, a una reivindicación de las tinieblas, a una mirada a la oscuridad en aquella época en que se decía que en España no se ponía el sol.
El caso es que nuestro señor de negro va a sobrevivir a todos los ocasos, a la mismísima leyenda negra. Su imagen llegará desde El caballero de la mano en el pecho, el famoso cuadro del Greco, pintado bajo el reinado de Felipe II, hasta la ficticia joyería, en la plaza Mayor de Madrid, del irascible Sixto Zabaneta, el protagonista de la serie Este señor de negro. A falta de una clase media, España solo ha podido ofrecer un español medio.
Pero también el español medio se ha desclasado. Al principio lo hizo por arriba, cuando las clases populares empezaron a elevar su poder adquisitivo y a mandar a sus hijos e hijas a la universidad. Este desclasamiento produjo más profesionales que artistas (pero esta es otra guerra). Como la alegría dura poco en la casa del pobre, no hace mucho que nuestra clase media se desfondó, de manera que empezó el desclasamiento por abajo. Es un proceso que aparece analizado, en su vertiente francesa, en el libro del sociólogo Louis Chauvel, La spirale du déclassement. Les désillusions des classes moyennes (Éditions du Seuil, 2016).
La desilusión de las clases medias, a la que se refiere el profesor Chauvel, tiene su origen en una sociedad previa al bienestar. Antes del boom económico y demográfico, es decir, antes de los boomers, lo que había era “el contexto de una población subdiplomada, a menudo marcada por el alcoholismo, por las secuelas de los traumatismos de la guerra y de las privaciones...” (he traducido literal). Ese es el mundo al que pertenece también Sloan Wilson, como escritor, y al que pertenecerá en España la misma generación literaria (aunque, aquí, la guerra fuese otra o quizá la misma de otra manera, y encima perdiéndola).
Hicieron falta unas reglas del juego solidarias para salir de aquella penosa situación de posguerra. Pero todo ha vuelto a cambiar, señala Chauvel. La libertad, ahora más que nunca, es una cuestión de medios económicos. Y añade que, al tiempo que se exaltan como valores supremos la libertad individual y la autodeterminación, se deja fuera de ellos a la mayoría de la población, por falta de patrimonio económico y cultural, y hasta falta de patrimonio cotidiano.
Cita, entre otros ejemplos, la especialización que ahora se requiere en todos los empleos y oficios. Antiguamente, cualquier persona acostumbrada a los coches, un manitas de la mecánica, del motor, era capaz de reaccionar ante un coche que le dejaba tirado. Se le ocurría algo, y lo sabía llevar a la práctica. Hoy día, en la era tecnológica, hasta el obrero más cualificado está desprovisto de la cultura suficiente para salir con éxito de un apuro así. Los dueños de los talleres se han hecho concesionarios. La idea del libro es que la especialización ha acabado con la sociedad de masas. Por eso cobran tanto poder y tanto valor las minorías, se atomizan las sociedades, se impone el individualismo, los sindicatos desaparecen, los partidos políticos dejan de ser organizaciones de masas, y las masas, y tal vez los partidos, pierden el control de las instituciones democráticas.
Todo eso está llevando al hundimiento de una generación que no puede acceder a ser clase media, y que ve cómo sus padres, que sí tuvieron esa oportunidad, consumen ahora sus últimos ahorros en residencias de ancianos con asistencia médica. La posdemocracia está hecha de frustración, incomprensión y decepción. Mientras los viejos se abandonan a la nostalgia (nunca ha estado tan de moda la nostalgia, lo retro, el vintage..., aunque quizá lo de ahora no sea nostalgia, sino una mezcla de despedida y de grito de socorro), se vierten sobre la población toneladas de teorías conspiratorias, desde las más ridículas, como el terraplanismo, hasta las verdaderamente peligrosas, como la negación del cambio climático. Unas llevan a las otras, y a fuerza de hacer tragar lo intragable, luego pasa la comida basura. Asimismo, el odio encuentra su hábitat en la conspiración. La mentira del gran reemplazo, el colmo de la xenofobia actual, crece de esa manera. ¿Argumentar? Nada puede argumentarse ante los adeptos.
El demógrafo Hervé Le Bras, en su libro Il n'y a pas de grand remplacement (Grasset, 2022), utiliza el ejemplo de las sectas que anunciaban que el fin del mundo iba a tener lugar un día determinado y luego, llegado el día, no pasaba nada. ¿Acaso semejante chapuza desacreditaba a las sectas? Al contrario, en vez de más débiles, una y otra vez salían fortalecidas y multiplicaban sus seguidores. Estos casos, apunta Le Bras, los estudió con detalle el historiador Norman Cohn en su ensayo En pos del milenio (Alianza Universidad, 1981).
Así es como se levanta el edificio fantasma donde habita la extrema derecha. Pero el edificio tiene un nombre real. Se llama Europa, y este domingo vamos a votar cómo queremos que sea. Por cierto, Norman Cohn es el padre de Nick Cohn, el aclamado pionero de la crítica de rock. Otro refugio.