Bloqueados y en período de descuento. Así estamos en España después de un largo período de inestabilidad en el que los titulares de infarto no nos han dado tregua ni un solo día. Yo, que me coloco siempre en el bando de los optimistas, que soy de las personas que piensan que de las crisis salen las mejores oportunidades, ando bastante preocupada.
Mi preocupación no viene tanto de la cada vez más que posible repetición de las elecciones -dicen que la esperanza es lo último que se debe perder-. Espero y deseo que funcione cierto instinto de supervivencia, ya que sensatez y sentido común hemos visto que no hay. Sin embargo, al calor de las declaraciones en tropel sobre quién tiene y quién no tiene la culpa de la investidura fallida, he escuchado nuevas alusiones al legado del 15M y la verdad es que no es que hayamos avanzado en la agenda de la nueva política, es que hemos retrocedido.
Más democracia, más transparencia, más horizontalidad, más igualdad eran los principales ejes de muchos hombres y mujeres, jóvenes y mayores que inundaban las plazas de toda España. Corrieron multitud de análisis en artículos, en tertulias, en redes, se escribieron multitud de ensayos y tesis doctorales, se levantaron algunos experimentos que incluso a nivel local salieron bien. También surgieron nuevas organizaciones que intentaron “regenerar” o “liquidar” el bipartidismo.
Hubiera sido bastante ingenuo pensar que la transformación había llegado ya y que era el ejecutable de una aplicación que ya se había instalado en la sociedad. Actuar políticamente (en las instituciones, en los nuevos partidos o en las organizaciones sociales) significa “contaminarse”, significa “mancharse” tomando decisiones que la mayoría de las veces no son las mejores pero sí las menos malas. Sin embargo, sí era posible -y tendríamos que preguntarnos por qué no ha pasado-, avanzar por lo menos hasta el límite de lo que el sistema permite. Porque no nos debemos engañar, vamos justo en sentido contrario.
Porque cuando pensamos que no era suficiente votar cada cuatro años, no estábamos pensando precisamente en que estuviéramos en elecciones constantes, en campaña permanente, sino que tanto las instituciones como los partidos se abrieran a codecidir con los ciudadanos o electores la gestión política de las decisiones públicas, las políticas públicas. Creo que en ninguno de nosotros tenía la cabeza los hiperlideragos ni los referendos plebiscitarios que sólo buscan confirmar las decisiones ya tomadas por el hiperlíder.
Porque cuando pensábamos en primarias, no estábamos hablando de mecanismos de refrendos de las decisiones de los aparatos de partido. No hay hay ningún proceso que haya añadido valor a la selección de candidatos ni que haya supuesto una apertura de las organizaciones políticas. Antes al contrario, han supuesto, en la mayoría de los casos, crisis que sólo han reforzado a las cúpulas. Porque ese es otro tema: ya sólo hay cúpulas.
Porque cuando pensamos en el fin del bipartidismo, estábamos hablando de organizaciones que superan dinámicas de bloques, con herramientas de deliberación de calidad que permitan el debate y la toma de decisiones informada y formada en las organizaciones políticas. Estamos en campaña constante y despachamos tomas de posición en temas cruciales cada cinco minutos sin ningún detenimiento y, lo que es peor, sin ninguna duda.
Porque cuando hablábamos de tecnopolítica, estábamos hablando de activismo, de conseguir participación, transparencia y rendición de cuentas, no en uno espacio de “troleo” y de sustitución de la política por la campaña permanente e instantánea donde los titulares no aguantan lo que dura la propia noticia.
Es verdad que parece que tampoco le importa a nadie. No hay ninguna indignación hacia los métodos que usamos últimamente. Las formas, las buenas formas, son fondo todavía para unos pocos. Aun así, sigo creyendo que son determinantes, aunque hoy, ahora mismo, me conformaría con que la vieja política se hiciera bien. Soy así de optimista.