A los 25 años de aquella Huelga General, la desigualdad y el autoritarismo vuelven a componer el binomio que instala en el fracaso a todo un país, abocándolo al conflicto social y a la degradación política.
Obviamente, los contextos son muy diferentes pero los paradigmas socio-económicos que hoy están extremando la inequidad y el cesarismo con el que se decretan tienen reconocibles precedentes en las políticas gubernamentales de entonces. Aquel Gobierno de Felipe González se dejó persuadir por la simpleza del esquema ideológico de la derecha según el cual se debía acrecentar la tarta primero para poder repartirla después.
Pero los modelos de crecimiento nunca han sido independientes de sus pilares. Si con uno de ellos se fragua la recomposición del beneficio reduciendo salarios y derechos socio-laborales y con el otro se restringe la capacidad redistributiva del Estado con políticas fiscales regresivas, cuando se alcance el deseado crecimiento no se podrá imprimir un cambio de 180 grados en la política económica para repartirlo equitativamente.
Si acaso podrán elevarse ocasionalmente algunas partidas de gasto público al disponer de mayores ingresos, pero la desigualdad relativa se mantendrá cuando no se agrande, porque también suelen aprovecharse las etapas iniciales de los ciclos expansivos para implementar reformas fiscales que las más de las veces ensanchan la brecha tributaria entre las rentas del trabajo y las de capital. Así ocurrió en España con los Gobiernos de González, lamentablemente volvería a suceder con los de Zapatero y está constatándose en grado sumo con Rajoy.
En tal dirección se estrenó el Gobierno socialista en 1983 con el “Decreto Boyer”, que provocó una caída de 4,7 puntos porcentuales de los costes laborales unitarios en 1984 y continuaron bajando en los cuatro ejercicios siguientes. Si las remuneraciones de los asalariados equivalían al 53% de la Renta Nacional en 1.982, seis años después apenas suponían el 48%, en contraste con el alza correspondiente de los excedentes netos de explotación.
Mientras los salarios perdían poder de compra año tras año, los beneficios empresariales se duplicaban y los de la banca (tras haber sido rescatada en 1982 de su descomunal crisis con dos billones de pesetas) crecieron un 45%.
Simultáneamente, diseñaron los primeros artilugios, como las SICAV, que catalizan la elusión fiscal de los más pudientes e introdujo la desgravación en la compra de viviendas (no sólo de la habitual) y, de paso, alentó la especulación inmobiliaria. Y sí, la tarta había crecido desde un exiguo 1,2% en 1982 (la recesión había durado hasta el año anterior con una tasa del -0,2%) hasta el 5,8% con que cerró 1988, gracias sobre todo a la afluencia desde 1985 de flujos de inversión directa extranjera hacia sectores especulativos como el inmobiliario y activos financieros.
Pero tan desequilibrado crecimiento no favoreció la creación de empleo, ya que de 1,1 millones de parados en 1982 se pasó a 3.023.646 al cerrar el 87 (la gran promesa electoral del PSOE fue la creación de 800.000 empleos en su primera legislatura); ni mucho menos mejoró el gasto social, puesto que de un incremento de siete puntos porcentuales en términos de PIB entre 1.977-1981 (gobernado por la UCD) contrajo su ritmo hasta elevarse tan sólo 1,64 p.p. en el intervalo 82-87 (del 36,74% al 38,38% del PIB).
Entre las partidas más significativas, cabría recordar que la cobertura al desempleo descendió desde el 33,64% en el 82 al 28,8% durante el 88 (la más baja hasta el presente en toda la historia del seguro de paro), segunda derivada de la reforma laboral impuesta en 1.984, por la que se legisló la panoplia de contratos temporales (que seguimos padeciendo), y que en poco tiempo triplicó la tasa de temporalidad, afectando al 30% de los asalariados cuyos contratos duraban en el 90% de los casos menos de seis meses (EUROSTAT, 1.989), periodo mínimo de cotización que devengaba derecho a la prestación.
Las pensiones tampoco siguieron mejor evolución y el 70% de ellas seguía estando por debajo del salario mínimo en 1988, sin que ninguna de las revalorizaciones habidas desde 1983 llegase siquiera al nivel del coste de la vida, y el gasto sanitario permaneció estancado desde su llegada al Gobierno, a pesar de haberse incrementado el número de usuarios en seis millones de personas.
Pese a los incumplimientos de programas electorales y aun de acuerdos anteriores, CCOO y UGT elevaron al Gobierno de Felipe González una propuesta para renovar la concertación social en su continente: negociar asuntos concretos por separado superando el esquema generalista que abocaba al acuerdo total o al rifirrafe; y en los contenidos, tratando de imprimir un giro social a la política económica, para que la dura contención salarial dejase de ser exclusivamente la compañera de viaje de la pura ortodoxia monetarista.
Pero el presidente González, que en los prolegómenos del Acuerdo Económico y Social (9/10/84) quería de los sindicatos “los mismos sacrificios para mi Gobierno que los que habéis hecho para los Gobiernos de la derecha”, no había entendido que los esfuerzos realizados desde los Pactos de la Moncloa respondieron a los intereses generales y, sobre todo, al más compartido por todos los demócratas, el de consolidar la democracia.
En lugar de acordar, quiso imponer desde una raquítica subida de las pensiones y de los sueldos públicos hasta el mal llamado Plan de Empleo Juvenil. Y la respuesta fue la convocatoria del 14D, forjándose así la unidad de acción entre UGT y CCOO, que decidió en su Ejecutiva del 8/11/88 proponer una huelga general pero, aprendiendo de su error cometido unos años antes cuando convocó otro paro unilateralmente, la condicionó a que fuese una decisión unitaria de ambos sindicatos.
Entonces se enfrentaron a un Gobierno socialista que, llevando las ideas de la derecha al Consejo de Ministros, terminó por cederle las carteras ministeriales en 1996 y ahora, tras otra oportunidad frustrada en 2011 que franqueó el acceso del PP al poder absoluto en el Parlamento, además de haberle facilitado copar casi todos los ámbitos locales y autonómicos, tienen enfrente al Gobierno con mayor carga ideológica reaccionaria de cuantos ha habido en democracia y más involucionista en el campo de los derechos sociolaborales y civiles.