Los votantes de Trump

No hay atenuante alguno que palíe el horror que Donald Trump representa en sí mismo. Todas las descalificaciones que en esta campaña ha recibido –vertidas también sobre sus votantes– se quedan cortas ante la magnitud de lo que este individuo representa. Y más al frente del país más poderoso de la tierra: Estados Unidos. Lo que no cuela es la sorpresa por un fenómeno que se gestó ante los ojos de todos. Y menos la escasa autocrítica que los “bienpensantes” con poder se dedican. Ese error de diagnóstico ahonda el problema y ahuyenta las soluciones. No se puede afrontar aquello que se ignora por voluntad propia.

Trump no ha propiciado la ruptura de la sociedad como se cansan de repetir desde los púlpitos mediáticos. La ruptura del pacto social, de la propia sociedad, es lo que ha hecho emerger a Trump. Y ese monstruo, ese desastre, ese fantoche, no ha sido creado por las redes sociales, sino por el sistema y sus medios que parecen no enterarse nunca de nada. Los púlpitos están demasiado lejos del suelo.

¿Cuándo se alejaron los periodistas con voz de tal forma de los ciudadanos? ¿Dónde estaban cuando se fueron perpetrando todas las estafas? Cuando tantas personas fueron perdiendo casas, trabajos, esperanza, futuro. Nada era más indeseable que un triunfo de Trump… y de tantos otros. Pero han errado al pensar que la desigualdad y la injusticia, la corrupción endémica, no pasa factura, siquiera sea a la larga. Peor si se enquista y pudre.

El mentiroso compulsivo, misógino, xenófobo, racista, tramposo, bravucón, patán, botarate, hortera, trastornado, peligro público, fue aupado por las televisiones y medios convencionales. Y muchos de ellos han seguido volcados en él durante la campaña. Los emails de Hillary Clinton salían como el pisito de Ramón Espinar –por poner un ejemplo cercano y visual– con desproporción que disparaba la mofa. La causa la confesó, Les Moonves, destacado directivo de CBS: “Donald Trump quizás no sea bueno para los Estados Unidos pero es una bendición para las televisiones”, dijo.

La televisión explota a auténticos desaprensivos por la audiencia que llena sus cuentas corrientes. Y tenemos ejemplos bien próximos del gremio de los mentirosos, histriónicos y provocadores. Trump ha demostrado que no es inocuo. Fraguar monstruos, produce monstruos.

Hay diversos tipos humanos y variadas razones entre los votantes de Trump. Como los hay en otros países. Los que mantuvieron a su gran precedente durante años en Italia: Silvio Berlusconi. Los que optan ahora por Marine Le Pen o esa temible saga ultraderechista del Este de Europa, que ya se extiende por el norte civilizado. O quienes decidieron hacerle un Brexit a la UE. Los votantes se comportan de una forma muy extraña desde que sufren y pagan la crisis que no provocaron. Para hacernos idea, solo en España este tiempo de pagar abultadas facturas ajenas ha restado 1,6 billones de euros del patrimonio de las familias, con cuanto implica. Al tiempo crecía obscenamente la riqueza de unos pocos.

Cuando Trump dice que los ricos –como él– se han beneficiado de las políticas neoliberales y que el 1% de los multimillonarios se han enriquecido a costa del común de la población, está en lo cierto. Otros lo denuncian desde hace tiempo pero no han dado con la tecla en la que sí acierta Trump. Es que previamente hay que infantilizar, idiotizar, adormilar, frustrar, atemorizar al personal, en las dosis que se dejen. Con ese cóctel maldito que sintetizaba el profesor y filósofo francés Jean Claude Michéa en La escuela de la ignorancia, otro de los libros míticos de 2011. A saber “Un entretenimiento zafio, basado en la satisfacción instantánea y el espectáculo, que busca acabar con la capacidad de análisis crítico de la ciudadanía”, combinado con “una enseñanza espectáculo que, rompiendo con los valores cívicos, enaltece los valores creados por el capitalismo (el triunfo, el dinero, el egoísmo)”.

Hillary Clinton es el sistema con toda su podredumbre, sin duda. Pero al menos mantiene sus facultades mentales en estado de cordura. Su triunfo lo hubiera sido sobre un polvorín que ahí permanece si no se atajan las causas del enorme descontento. Lo mismo que en otros países, España también.

Hubo un momento en el que el sistema se agrietó por su propia degeneración y soberbia añadida, surgió la protesta y, lejos de verlo y propiciar su mejora, los poderes no hicieron ni la mínima concesión. Ni una sola. Pasó en España. Con el 15, con Podemos. Con Bernie Sanders, el candidato demócrata en EEUU, de alguna manera. El resto era en ambos bandos un erial y Hillary había comprendido y admitido sobradamente los deseos de los “bienpensantes”. Quienes perturban su torre de oro son sujetos a perseguir, a criminalizar, como intrusos que invaden su territorio, el que creen les pertenece en exclusiva. A confundir en un mismo saco. Y ahí tienen ya un Trump que se les desmandó con enorme éxito popular. El que dice va a gobernar con la gente, con un rascacielos a su nombre en Manhattan.

El discurso de Trump ha sido, es, el del odio sin fisuras. Desnudo. Y es el odio de los votantes el factor más ignorado por los comentaristas. El sistema ha expulsado ya a muchas personas. Allí, por ejemplo, los que van a trabajar a la gran cadena de supermercados y han de dormir en un albergue social. No cuentan para nada, ni las ven. Aquí tampoco. Y muchos de los excluidos empiezan a pensar que, si de todos modos son unos perdedores, mejor votar para que otros, culpables anónimos en particular, sufran también. Ese “Yo estoy mal, pero tú lo vas a estar también. Y yo lo decido”. Con rabia, con rencor, con desquite.

Esa inhóspita senda marca el camino y conviene verlo. Es cierto que inmigrantes mexicanos votan a Trump o que en España vuelve a haber un Gobierno del PP contra toda lógica. Y que el odio cabalga sin mirar a quien azota. No todas las víctimas son buena gente, sufrida y generosa, responsable con el bien común, como tampoco lo son sus verdugos. No todos tragan y comprenden. Y un día se piensa en tirar por la calle de en medio. Los establecidos no se enteran aunque les tiemble la silla. Ven como causa lo que es consecuencia. Pero éste es hoy el menor de los problemas, ante la magnitud de tener a los mandos del poder en la Casa Blanca a alguien como Trump. Esperemos que al menos se aprenda la lección.

Trump es hijo de este tiempo. Dicen que de Internet y de dejar hablar a los idiotas. No, es hijo del sistema con cuanto ha fabricado y se resquebraja de puro abuso. Atarlo no funciona. Atrincherarse en el error tampoco. Los millones de votantes de todos los Trump del mundo siguen ahí, en fila. Sobran púlpitos y faltan respuestas.