Cuatro años después de que la indignación saliera a las calles, cuatro años después de que se iniciara un ciclo que entregaría prácticamente todos los poderes del Estado al Partido Popular, llega la hora de evaluar lo sucedido. De ratificar o cambiar. Y también de, haciendo acopio de la mayor honestidad, dejar toda tibieza, porque nos jugamos mucho.
Cuando escucho que quizás ciertos candidatos tienen uno u otro inconveniente que suscita dudas, me digo que es cierto pero que yo votaría a Atila antes de seguir igual. Antes al mítico y feroz rey de los hunos que a la mayoría de quienes ahora ostentan el poder. Es como si, porque me molestara la colonia de un candidato, votara a Jack el Destripador o a Lucrezia Borgia y sus ponzoñas.
Si tras el paso de los hunos no crecía la hierba, esta legislatura ha terminado por segar el futuro de muchas personas, que es tanto como el del propio país como modelo de convivencia. Miles de jóvenes han tenido que marcharse de su casa (insultados además por la ministra de la “movilidad exterior”). Y aun así el paro juvenil permanece en torno al 53%, cuando estaba en el 40% aquel 20 de noviembre de 2011. La pobreza infantil (que ha pasado del 17% al 33% en este periodo) deja secuelas. Los desahucios, la falta de ingresos en casa, las medicinas que no se compran por el costoso repago, la formación que se trunca por la subida de las tasas universitarias, los propios hachazos a la ciencia, la investigación y la cultura, echan sal a los campos de esta sociedad al punto de llegar a abrasar algunas de sus raíces.
Los proclives a buscar excusas intentarán relativizar los datos. Marearlos para disuadir el criterio. Y que no creamos ni a nuestros propios ojos. Pero hay hechos incuestionables y tozudos en los que es imprescindible insistir.
España es hoy el país más desigual de la zona euro y uno de los más desiguales de Europa. El Índice de Desarrollo Humano de la ONU –que evalúa los factores que cuentan para que un pueblo sea considerado próspero– nos ha enviado con Rajoy al puesto 27, cuando en 2008, con Zapatero, estábamos en el 13. Y es que entre las variables manejadas están los elementos de salud y el Sistema Nacional Español, que ha pasado de ser el quinto más eficiente del mundo al número 14. El PIB no se come y la desigualdad mata. Hasta el Human Capital Index del World Economic Forum (o Foro de Davos), mucho más orientado al mercado, nos sitúa en un poco airoso puesto 41 a pesar de la fuerte devaluación de los salarios. Han vaciado la hucha de las pensiones que el PSOE dejó repleta. Y encima nos han vendido (privatizado), como en un delirio, patrimonio y empresas rentables. Y aun así no les llega y Rajoy nos ha endeudado en 300.000 millones de euros. Casi un tercio del total que debemos. De momento. El PP ha aprovechado la crisis (internacional y local) para imponer su modelo de sociedad.
Dejémonos, sin embargo, de enumeraciones tan sabidas por unos como ignoradas u obviadas por quienes son impermeables a la verdad. La percepción de la sociedad es que esto ha sido un saqueo. Y que el diseño de la Justicia, como explica con coraje la periodista especializada Elisa Beni, está atado y bien atado: ¿qué vamos a esperar si el presidente del Tribunal Supremo fue un alto cargo en el Gobierno de Aznar?
Las leyes mordaza han sido igualmente pergeñadas con un único fin: acallar las protestas ciudadanas. A pesar del sosiego de las protestas, de todas, mareas incluidas, el PP tenía muy claro que 15M nunca más. La ciudadanía está, parece, para obedecer y ser usada.
No tendríamos que vernos en esta situación. Un país serio, con una sociedad madura y responsable, exigiría responsabilidades por corrupción antes de ir a votar. Esto no ocurre en España, pero sería posible con una reforma a fondo de las instituciones, de los tres pilares de la democracia.
¿Qué más se puede hacer a esta sociedad? ¿Atila hubiera sido más cruel? Es dudoso porque la falta de empatía que muestra el PP con las víctimas de sus políticas –y de las corrupciones y corruptelas de muchos de sus miembros– es difícilmente superable. Dolores de Cospedal acariciando con aparente ternura y evidente hipocresía a un niño discapacitado –sector con el que se ha ensañado en recortes– sonroja. Como un botón más de una campaña que algunos candidatos han hecho grotesca demostrando lo que realmente les preocupa. Y sucia, al punto de volver a repetir el acarreo de ancianos demenciados o enfermos psiquiátricos para que voten al PP.
La primera cita es el domingo. Votamos por las ciudades y comunidades en las que vivimos. Despertemos ya del maleficio. El modelo del PP, o de los Ciudadanos neoliberales, es el gran centro comercial del lujo que solo beneficia a unos pocos. No espacios donde residen las personas con sus problemas y aspiraciones diarios: salud, educación, servicios. ¿Cabe mayor brutalidad que vender a fondos buitre viviendas sociales o cobrar impuestos por ayudas vitales para subsistir?
Apura los días la #MarcaPP en Madrid para cerrar proyectos urbanísticos, ganados por las empresas habituales, aunque chirríen los contratos por el fuerte olor a pelotazo. Ese hotel que Abel Matutes y El Corte Inglés anunciaron un año antes (2013) de que el edificio elegido fuera declarado en quiebra (2014), tras no hacer nada por recuperarlo, como ejemplo de la febril y muy precisa actividad urbanística de Ana Botella. Esos contratos que hipotecan las arcas públicas durante décadas y que Ignacio González se empecina en adjudicar en puertas de marcharse. Deudas odiosas que deberían pagar sus firmantes.
¿Qué más tienen que hacerle a esta sociedad para que reaccione y cambie? Se diría que ha perdido la dignidad. Porque hay mermas cuya aceptación envilece. En daños a nuestros semejantes, en derechos, en democracia.
Es la hora de la verdad. De imaginar los municipios como espacios para los ciudadanos y, más adelante, España y sus instituciones trabajando por el bien común y liberados de tanta podredumbre. Visualicemos un país sin tal saturación de mentiras y corrupción. Sin que medios y periodistas sucumban al PP que provee su subsistencia. El regreso de unas televisiones públicas que no manipulen. La vuelta de los defenestrados. De la ilusión por reconstruir lo que no haya quedado definitivamente arruinado. Confío en que uno de esos valores rescatables sea la dignidad.
Yo votaré a personas honestas. Que luchen por la justicia social (a riesgo de que cambien sus risas por evidencias en la caverna mediática y política). Votaré un cambio evidente. Votaré a quienes intenten lograr ciudades y pueblos para las personas. Muy lejos, por tanto, de Atila, porque a un Atila devastador e inhumano ya lo votaron ampliamente hace cuatro años varios millones de personas. Difícilmente le superaría al caudillo de los hunos, que, en estos tiempos, a caballo y pecho descubierto, no llegaría a tanto como facilita la llave de la caja fuerte y el BOE.
Pueden seguir. Atentos a votos que son avales de continuidad. De insistir en arrasar los bienes y derechos que queden en pie. Será el momento de buscar nuevos horizontes. Pero, hoy, aún es posible todo.