Ante los postulados de la ultraderecha de Vox pasa lo mismo que con la libertad de expresión. O se está a favor o se está en contra. Sin matices, sin subterfugios. Sin peros, sin grises y con todas las consecuencias. No hay ambages ni términos medios ante el discurso del odio. Ni ante la homofobia. Ni ante el racismo. Ni ante el machismo. Ni ante la estigmatización de las minorías. Por eso, presumir de coherencia y de solidez en los principios para rechazar la entrada de los de Abascal en el gobierno extremeño, pero sentarse a negociar con ellos un acuerdo programático en la misma región es un oxímoron. Y, además, sitúa a la popular María Guardiola ante el espejo de una realidad incómoda por engañosa. No digamos ya a Alberto Núñez Feijóo, que se felicita por el acuerdo de Carlos Mazón con los ultras en Valencia y al mismo tiempo presume de la firmeza con que en Extremadura los suyos han defendido sus líneas rojas para que Vox no forme parte del Ejecutivo.
Vox es un partido que niega la violencia machista, rechaza la inmigración, criminaliza al colectivo LGTBI, está en contra del aborto legal, no cree en el modelo autonómico y recela de Europa. Estos son sus postulados en Extremadura, en Valencia, en Madrid, en Castilla y León, en Andalucía, en Aragón, en Baleares y en todo el territorio español. Nunca los ha escondido. Al contrario, los ha exhibido de manera inequívoca desde que irrumpió en la escena política.
Y, ahora, Feijóo pretende convencernos de que todo eso es aceptable según, cómo y en función del porcentaje de voto obtenido en cada territorio. Esto es que si en Valencia los de Abascal tienen el 12% de los sufragios, el PP puede pactar con quienes deshumanizan al inmigrante, niegan la violencia machista o entierran la bandera LGTBI. Pero si sólo suma un 8%, ya no es lo mismo, el PP se puede poner estupendo y, además, tratar de instalar el marco de que, tras lo de Extremadura, ha roto con la política de bloques para avanzar en el voto útil y presentarse como única alternativa de Gobierno en solitario.
Ese es el argumentario, claro, porque la voluntad de Vox de entrar en los gobiernos es inequívoca allá donde sus votos son necesarios -también en España- y porque la realidad es que ya ha salpicado España de gobiernos de coalición que, por cierto, se han apresurado a vetar la bandera LGTBI en edificios públicos y las condenas institucionales contra la violencia machista. Si esto es tolerable, tendrá que explicarlo el candidato del PP en alguno de esos debates electorales a los que se resiste.
Vamos, que Feijóo no sabe cómo salir de su laberinto y cada día recurre a un nuevo argumento para soplar y sorber al mismo tiempo. Si Guardiola ha hecho lo correcto, lo de Mazón ha sido inadmisible. Y si por el contrario el acuerdo de gobierno del valenciano con la ultraderecha ha contado con todos los parabienes de Génova, el presidente del PP no puede estar satisfecho con la decisión de la extremeña.
Si es verdad que Guardiola es una mujer de palabra y que Génova ha dado carta blanca a sus barones para que negocien los gobiernos a su antojo, Feijóo tendrá un problema para la construcción de un proyecto nacional porque el PP se habrá convertido en un partido de baronías con 17 modelos distintos y posiciones antagónicas dentro de las mismas siglas. Todo lo contrario de lo que presumía ser frente a un PSOE al que acusaba históricamente de estar dividido en 17 reinos de taifas. Al final, lo del federalismo asimétrico de Zapatero va a ser aplaudido hasta por los populares. Tiempo al tiempo.
Por el contrario, si cuando pase el 23J, en función de los resultados nacionales, la líder extremeña empieza a rebajar el listón de sus principios y transige con la entrada de Vox en el Ejecutivo, habrá quedado demostrado que estamos ante una maniobra de dilación orquestada desde Génova tras el acuerdo valenciano para frenar cualquier movimiento en los territorios que pueda movilizar a esa izquierda que sigue durmiente a cinco semanas de las elecciones.