Madrid, hace un par de años. Recibo un mensaje: “Espérame para ver el último vídeo de Menos Trece”. Acordamos la hora para verlo juntas por la noche y recuerdo incluso pensar la cena para tenerla preparada cuando volviese de trabajar. La escena es en mi casa con una excompañera cuando estábamos expectantes por el final de Until Dawn, el juego que en ese momento estaba probando el youtuber. Sirva como ejemplo de las nuevas formas de entretenimiento de una generación que ha (hemos) decidido apagar un rato la televisión y pasar las horas distraídos con la otra pequeña pantalla.
Cada mes visitan Youtube más de 1.900 millones de usuarios registrados de 90 países, según los cálculos de la propia compañía. Sus millones de horas de contenido se han traducido en gran cantidad de ocasiones en críticas por ser pueriles y en la ridiculización de sus consumidores, niños y adolescentes cada vez más jóvenes. Se ha extendido la leyenda de que los creadores de contenido son millonarios que ganan dinero sin trabajar, una idea que llegó a auparse a titulares y a la que han contribuido quienes, retratándose, se han mudado a Andorra para pagar menos impuestos. Aunque la realidad es que la mayoría no tiene en Youtube la fuente de sus ingresos principales ni viven de ello. Sí es cierto que los nombres más grandes han conseguido agrupar colas de fans horas antes de sus eventos, aliarse con editoriales para sacar libros e incluso hacer giras por otros continentes. Y sin presencia en los medios, porque cuando la han tenido han acabado algo mal parados.
Los discursos viejunos sobre los jóvenes que “solo” ven Youtube −como si esta plataforma no fuera muchas cosas− no dejan de recordar al “en mis tiempos esto no pasaba” y los reproches con un tono de “es que la juventud de hoy en día…” (dedo acusador en alto). Tienen que ver con una brecha generacional, porque los youtubers se han colado en nuestras casas con un lenguaje rompedor y valiéndose de las redes sociales, pero no deja de ser el mismo elitismo que se reproduce contra cualquier otra expresión de la cultura pop: cuidado con mencionar en ciertos ámbitos que al llegar a casa después de trabajar nos ponemos First Dates, Operación Triunfo o un vídeo de Around the corner o Good Mythical Morning. Nos recriminarán que es un tiempo que podríamos haber invertido, por ejemplo, en la lectura (porque todo el mundo sabe que es excluyente: que se lo digan a los booktubers que se dedican a hacer reseñas de libros).
En estas generalizaciones se ha diluido también la importancia que ha tenido para la comunidad LGTBI un medio que ha contribuido a la visibilización porque ha democratizado el acceso a la creación de contenidos. De lo vital que es tener referentes se ha hablado en tantas y tantas ocasiones que esto debería parecer evidente ya: lo que no se ve, no existe. Que YellowMellow sea una de las youtubers más conocidas en España puede marcar una diferencia en la adolescencia de muchas chicas, al igual que todo el contenido que se ha hecho combinando pedagogía y humor para mostrar la realidad LGTBI. Esta falta de representación de personas gays, lesbianas y bisexuales en la ficción y en los medios de comunicación se agudiza en el caso de las personas trans, pero aquí sí han podido tener voz.
En esa democratización del acceso se han hecho fuertes también las mujeres que basan su contenido en el humor, mientras en el mainstream la comedia la dominan los hombres. Los nombres salen a patadas: Lilly Singh, Yellow Mellow, Gabbie Hanna, Andrea Compton, Ter, Percebes y Grelos, Herrejón...
Parece que tengas que confesarlo con vergüenza: “Una vez me reí con un vídeo de El Rubius”. Aplaudo que en su último vídeo haya hablado de la ansiedad, cada vez más presente en las generaciones que justamente son las que ven su canal y que dio pie a varias reflexiones sobre ello. Igual que agradezco a todos aquellos que se han atrevido a perder su privacidad y hablar en sus vlogs a su público, cada vez más joven, de relaciones tóxicas, de aprender a valorarse, de gordofobia, de su vida como pareja homosexual. Porque esos contenidos también forman parte de Youtube.
En contrapartida, en esa amalgama de contenido hay muchos ‘peros’. El primero de ellos, la evidente falta de originalidad que ha llevado a la multiplicación de vídeos que, en realidad, son el mismo. Además, en los últimos años los creadores se han quejado de que se ha censurado contenido LGTBI con el Modo Restringido, un filtro para evitar que los más pequeños accedan a contenido violento. Desaparecían vídeos o se vetó la monetización de los vídeos que contenían palabras o etiquetas como “gay”. También es necesaria una reflexión sobre el consumismo y la influencia que puedan tener estos vídeos en la acumulación irresponsable de cosas que no necesitamos, desde ropa a juguetes, y el machismo y la homofobia también han encontrado su lugar aquí. Pero quien reduzca los youtubers a una serie de etiquetas se está perdiendo muchas horas de humor, entretenimiento, activismo y pedagogía.