Manifiestos, artículos, comentarios, discursos, humaredas perdidas (es el humo de los misiles israelíes contra la población de Gaza), neblinas estampadas (son los fondos de pantalla de nuestros móviles), ¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento! (aunque ya no se hace nada en papel), ¡qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua! (es la inacción que practicamos). Balas. Balas. Pero estas dos últimas palabras, tan verdaderas, porque con ellas se mata, no aparecen en la canción de Paco Ibáñez. Son las que siguen a los versos citados, en el poema Nocturno, de Alberti, que es como una música, o una conciencia, o una aureola de santo que llevo rodeándome la cabeza a causa de haber oído tanto esa voz lejana y triste, el arrastre de sus dedos por las cuerdas de la guitarra. Era imposible meter un verso tan corto, cuatro sílabas, en una melodía tan recitativa. Hizo bien Paco Ibáñez saltándoselo.
Balas. Balas. Nadie hace nada. Los gobiernos no intervienen. Lo dijeron los Sírex, que se mueran los feos, que no quede ninguno de feo. Nadie hizo nunca nada. Me di cuenta otra vez, lo reviví de nuevo, el otro viernes, en el teatro, viendo una obra que recorría las guerras que acabaron con Yugoslavia. Bueno, con tantísima gente que vivía allí. El último genocidio de Europa para los europeos. La obra se titula La filla de l'Est y está basada en la novela de Clara Usón La hija del Este (ed. Seix Barral, 2013). Aún está en cartel, en el TNC, de Barcelona, y la compañía tiene lista la versión en castellano para llevarla por el resto de España.
Volví a ver en el teatro cómo nadie intervenía para detener aquellas masacres de la agonizante Yugoslavia, aquellos asesinatos, con sus respectivos responsables en cada futuro país, y volví a ver escenificado el famoso festín de los cascos azules en los Balcanes en medio de tanta sangre. Y, mientras, la sangre de los habitantes de Gaza iba encharcándose a mis pies, empapaba mis zapatos de ciudadano culto, que un día va al teatro. Porque sucede de nuevo. Otra vez nadie hace nada en medio de la sangre. El teatro no es una catarsis, es un espejo. La catarsis, ahora, está en los docudramas de la tele. Es ahí donde el espectador se alivia. No se va al teatro a expiar una culpa, a purificarse, porque nuestras culpas, en resumen, son responsabilidades. Esta obra no le sirve al público como redención, sino que es la exigencia de una reparación, de una vez por todas.
La preguntas que aquí se hacen las actrices y los actores (es la compañía Les Llibertàries, ampliada para este montaje), son las que ahora nos hacemos nosotros, si no volvemos la cabeza, y que tampoco sabemos responder de una manera fehaciente, es decir, con fe en lo que hacemos. Perdón por retorcer la etimología. La obra es una cadena de preguntas sobre los delirios nacionalistas de los países y de las personas, sobre la fe ciega en unos prejuicios elevados a principios, sobre la manipulación de las noticias, sobre el cinismo internacional... Siempre lo mismo.
La hija del Este que da título a esta obra es, en primera instancia, la hija en carne y hueso de un criminal de guerra. Su historia fue muy sonada, se llamaba Ana MladiÄ; pero ya la cuentan muy bien los actores (la actriz), así que les evito el spoiler a quienes no la recuerden. La vida en sí misma nace con un spoiler, todo el mundo descubre, tarde o temprano, cómo acaba. Por eso nos horrorizan tanto los spoilers. A lo que significan los spoiler, los griegos le dieron el nombre de Tánatos. Nosotros lo hemos convertido en burdeles para masas, en salas de alquiler, que llamamos tanatorios. Somos unos descreídos. Gritar ¡spoiler! es lo único que ha sobrevivido de las viejas religiones. Una palabra en inglés para ratos de postureo.
Pero no es un drama todo el rato, también hay escenas de cabaret en esta pieza teatral. Aparecen cuando abren la Galería de Héroes, y desfilan los genocidas con la ironía y la música de aquel Berlín desvergonzado y decadente, que resultó ser lo más humano, los más profundo de una época, lo que jamás tiene nombre, atrapado entre dos masacres culturales, dos exterminios implacables en forma de dos guerras mundiales, una escrita con barro, y la otra con nada tangible, si no el soplo envenenado de la reacción nuclear. Desde aquella reacción, no han dejado de mandar los reaccionarios.
El Gobierno de Israel está en manos de un hatajo de reaccionarios que se ha arrojado ciegamente al crimen, al exterminio genocida de la población de Gaza. La parte de cabaret de su masacre llama a nuestras puertas y recibe el nombre de Eurovisión. Al tiempo que matan a la gente, que matan a los niños y a las niñas en nombre de la seguridad suprema de un Estado, y al tiempo que nos preguntamos, lo mismo que confiados espectadores de una obra de teatro, si es que nadie va a hacer nada nunca, y nos desgarramos las lentejuelas y la purpurina de nuestras vestiduras de sábado de pizza, manifestamos nuestra más enérgica repulsa ante la participación de Israel en el cochambroso festival de Eurovisión. ¡Por favor, esos criminales en nuestro ratito anual de glamur y petardeo! Tengamos la fiesta en paz.
La diferencia entre hacer y no hacer es la que hay entre no ir y exigir que no vengan. Una cultura viva, una cultura que hace, es eso. Es tomar partido. Manifiestos con foto, artículos compartidos, comentarios con like, discursos en los micros abatibles de la ONU, humaredas que salen de los cadáveres calientes y reventados de la población de Gaza, neblinas estampadas con música popular de un festival de Eurovisión.
La cultura popular la habían hecho siempre los perdedores. Hoy, es una industria. En su reciente artículo en elDiario.es, Joan Coscubiela, el Coscu de CCOO (su fondo sindicalista le salva en el naufragio de la política), recordaba el kiosco familiar en la Barceloneta. Lo llevaba su padre, y él ayudaba de crío. Vendían la prensa clandestina, el Mundo Obrero... Se la jugaban.
Pero en este artículo, Joan Coscubiela evocaba las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Artillero del ejército republicano, reconvertido en novelista del Oeste, ningún otro escritor español ha tenido en vida tantos lectores como Marcial L. Estefanía. Y, sin embargo, no figura en los libros escolares de Literatura. La historia de su generación, de todos aquellos centenares de escritores y escritoras que llenaron de gente leyendo los autobuses, los tranvías, los metros, las salas de espera, las banquetas de los cuarteles, los bancos de los parques, ha sido borrada, excluida. La literatura no es gente leyendo, es gente mandando.
Quizás, un ministro de Cultura tendría que ir al festival de Benidorm, comprender también la cultura popular, descolonizar es desmontar el poder, y al mismo tiempo podría pedir que la ganadora del festival no participase esta vez en Eurovisión. Como protesta. (Perdón, lectores y ministro, por montarme una película a vuestra costa en medio de un artículo). La cultura que admitimos está en una entrega de los Goya; pero la lucha de la gente por la cultura está en alguien que tiene una peluquería en la provincia de Alicante y que sueña con ir a Eurovisión para triunfar con la canción que ha escrito con su pareja. Y lo consigue. ¿Se acuerdan del Quijote? Era un libro muy gordo que, antiguamente, se leía un poco en el colegio. Sigue siendo nuestra obra literaria más emblemática, como cultura, como idioma y como icono.
Sin Sancho Panza, sin la cultura popular, el Quijote habría fracasado. De hecho, el libro va también de eso. La primera salida, Don Quijote la hace solo. Nunca como en esta salida, el Quijote tiene tanto la cabeza llena de libros. Por eso se los queman cuando regresa. Le ha ido fatal, ha acabado apaleado por el mozo de unos mercaderes toledanos. Es entonces cuando le pide ayuda a Sancho Panza para volver a intentarlo. Recurre a la cultura popular.
También le irá fatal, pero esta vez conocerá la gloria. En muchos sitios, la gente le identificará como el famoso caballero que cree ser. En Barcelona, verá con sus propios ojos que se imprimen ediciones apócrifas de sus andanzas (las escritas por Avellaneda). Y al final de su vida, con la compañía de Sancho, el Quijote se habrá encontrado a sí mismo. La cultura popular sirve para eso. Mientras agoniza, Don Quijote ve cómo su fiel Sancho Panza pretende mantener el espejismo, Sancho se desgarra por convencer a su amo de que es verdaderamente el personaje que quiso ser y no la persona que muere. La cultura popular es nuestro derecho a soñar. Nos salva la vida.
Decir, repetir, corear la palabra zorra en una canción, donde la cantante se rebela contra las veces que la han llamado zorra, no es indigno. Ni siquiera es una vulgaridad. Es una forma de explicarse. Una figura retórica. Hoy se le dice resignificar, pero esta palabra Sancho la confundiría con persignar o cualquier otra parecida a las que manejaba. Ahora se crean palabras para explicar el mundo, y se olvida que la gente entiende antes el mundo que esas palabras.
El dúo Nebulossa ni siquiera tiene que ver con las Vulpes. Su zorra es más de arroz que de uvas. Nebulossa son un palíndromo, un espejo invertido de las Vulpes. No les gusta ser una zorra. Y menos, que se lo digan. Las Vulpes lo pidieron cuando las uvas no estaban maduras. Al igual que Anacleto, Samaniego nunca falla. La fábula en Nebulossa nos muestra que lo grotesco es el último refugio de la dignidad, que tiene esa respetabilidad del cabaret, la altivez de quien considera que su alma no sería nada sin su cuerpo, como Don Quijote sin Sancho.
Lo indigno, lo chabacano, en realidad, es simular que se ha dicho, en la tribuna de invitados del Parlamento, “me gusta la fruta”, y encima regodearse en tamaña cazurrería, ampararse en el sobrentendido, y pretenderse, por ello, gente astuta, audaz, inteligente. Lo indigno es ir repitiendo por todas partes “me gusta la fruta” como seña de identidad, y hacerse fotos ilustrando la frase. Y, acto seguido, escandalizarse en un festival de la canción al oír la palabra zorra, porque, ¡faltaría más!, desde siempre, el héroe, el bueno, es el Zorro, y las malas son las zorras. Cosas del lenguaje.