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Cuando la cultura de la violación enseña los dientes

Ana Belén Pérez Villa

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“Los violadores han realizado bien su tarea. Tan bien que la verdadera significación de su acto ha pasado inadvertida durante mucho tiempo”. Con esta cita de Susan Brownmiller en Against our will comienza la periodista Ana Isabel Bernal el capítulo sobre la cultura de la violación en su libro No manipuléis el feminismo.

Esta frase resume a la perfección la reacción de algunos sectores tras la sentencia del “Caso Arandina”, un hecho real que por desgracia se repite en todas las partes del mundo. La cultura de la violación es estructural y transversal, es inherente al patriarcado, son inseparables, cooperadores necesarios. ¿Realmente la violación se ha visto como un delito? ¿En serio? La sociedad tiene tan interiorizado que una violación no es para tanto que se silencia. Como explica Bernal, “tanta cotidianeidad existe en torno a la violación que es el crimen de guerra menos castigado, usado como un eficaz instrumento de limpieza étnica”.

Para que la cultura de la violación sea eficaz existen unos mitos, del tipo qué ropa llevaba, si había consentido, si había bebido, si había provocado, que se filtran en la sociedad, como un gas, para cuestionar a la víctima, con el fin de banalizar la agresión. Cuando este mensaje se ve apoyado por los medios de comunicación, la opinión pública y una justicia patriarcal, el objetivo de la cultura de la violación se cumple.

Hasta ahora había sido jalón por la vega. En los últimos meses habíamos presenciado casos de violaciones grupales y habíamos visto cómo daba lo mismo violar en grupo, que de manera aislada. La palabra manada irrumpía en nuestro vocabulario y nos llevábamos las manos a la cabeza. La violación grupal de Pamplona fue el detonante. Las “manadas de violadores” existían, la violencia sexual era bestial, sin límites, pero se seguía dudando de la víctima. La cooperación entre machos en este tipo de agresiones refuerza su virilidad y potencia la brutalidad sobre la víctima, como si se tratara de una demostración de fuerza, de una competición, a ver quién puede más. “Esa ha sido siempre una característica esencial de la masculinidad hegemónica: la necesidad de demostrar en grupo que somos hombres de verdad”, dice Octavio Salazar en su libro #Wetoo (que recomiendo).

Y mucho ojo con la pornografía, porque es el cuaderno de campo de las violaciones grupales, el manual de instrucciones para las manadas, y es tan sencillo acceder a él que hasta da escalofríos pensarlo, donde la dominación, el abuso de poder y la demostración de fuerza mediante la violencia más bestia hacia la mujer es lo predominante. Y si la pornografía está ahí al alcance de todo el mundo, incluidos los niños, ¿por qué iba a ser perjudicial? Y si sobre este dogma está basada una violación, ¿por qué iba a estar penada (o solo un poco)? Pues sí, la violencia sexual es una vulneración de los derechos humanos, y por tanto un delito. Así lo explicaba Lucía Avilés, fundadora de mujeres juezas de España en una entrevista: “Se está poniendo de manifiesto la pornificación de las conductas sexuales, se está haciendo ver como una conducta sexual lo que en realidad son hechos delictivos”.

Todos y todas sabemos el camino de espinas del mal llamado caso de La Manada, tan mediático y tan determinante. Un caso que puso en pie al movimiento feminista. Veíamos con estupefacción cómo no se aplicaba la perspectiva de género en la sentencia, cómo la justicia nos daba la espalda, cómo una denuncia por violación tenía menos credibilidad que el robo de un móvil. La cultura de la violación nos recordaba y nos recuerda que las mujeres debemos tener cuidado de cómo vestimos, de cómo nos movemos, de cómo nos relacionamos, de cómo nos expresamos, de cómo bebemos, de cómo nos peinamos, de cómo olemos para no enfadar a la bestia.

Sin embargo, ¿qué ha pasado con esta sentencia judicial, la del “Caso Arandina”, para que el patriarcado se revuelva, para que los agresores y simpatizantes salgan como orcos a gritar que “no son unos asesinos”, que “no sabían que la víctima tenía 15 años (una niña)” y que “la pena es desproporcionada”? Pues ha pasado que esta sentencia ha hecho saltar por los aires los cimientos de la cultura de la violación. Los agresores admitieron los hechos, pero ya habían echado sus cuentas (pensaban que iba a ser un paseo), con lo que no contaban era con la cooperación necesaria (en una violación múltiple), porque violar en grupo tiene otras consecuencias penales. Porque sí es grave, porque por primera vez una sentencia judicial aplica la perspectiva de género en un caso de violación, porque “solo sí es sí”, porque violar es atentar contra la vida y porque esta sentencia es un avance del feminismo, y cuando el feminismo avanza, el patriarcado reacciona, y así ha sido.

Violencia simbólica y medios de comunicación

Un arma del patriarcado es la violencia simbólica, que adoctrina, potencia estereotipos, alimenta la cultura de la violación, manipula y va sembrando la pedagogía de la desigualdad a través de los medios de comunicación, sus aliados. Por eso es tan importante que los medios de comunicación no se conviertan en cómplices de la violencia machista. La mayoría de los medios no están a la altura, la falta de rigor y de perspectiva de género en las informaciones es una constante. Y en este caso ha sido más de lo mismo.

Algunos medios están cuestionando la sentencia judicial, siguen juzgando a la víctima e incluso están difundiendo informaciones personales que atentan contra su honor (después del chorreo de denuncias en redes sociales las han eliminado).

Otro despropósito es autorizar una concentración en la plaza mayor de Aranda de Duero en defensa de los acusados por agredir sexualmente a una niña. La violencia institucional también existe y desde las administraciones públicas, que sacan pecho cuando hablan de sus planes de igualdad, deben dar ejemplo y no permitir semejantes actos, que vulneran la legislación sobre prevención y lucha contra la violencia machista, como el Convenio de Estambul.

La cultura de la violación enseña los dientes porque la justicia ha puesto en su sitio a la violencia sexual, y eso al patriarcado le escuece, porque le arrebata poder, le desenmascara y destruye su código.

“Los violadores han realizado bien su tarea. Tan bien que la verdadera significación de su acto ha pasado inadvertida durante mucho tiempo”. Con esta cita de Susan Brownmiller en Against our will comienza la periodista Ana Isabel Bernal el capítulo sobre la cultura de la violación en su libro No manipuléis el feminismo.

Esta frase resume a la perfección la reacción de algunos sectores tras la sentencia del “Caso Arandina”, un hecho real que por desgracia se repite en todas las partes del mundo. La cultura de la violación es estructural y transversal, es inherente al patriarcado, son inseparables, cooperadores necesarios. ¿Realmente la violación se ha visto como un delito? ¿En serio? La sociedad tiene tan interiorizado que una violación no es para tanto que se silencia. Como explica Bernal, “tanta cotidianeidad existe en torno a la violación que es el crimen de guerra menos castigado, usado como un eficaz instrumento de limpieza étnica”.