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Educación y censura
A un alumno se le solicita traer y exponer el texto de la lectura que más “le haya llegado” ese año. Elige un texto que dice “a Dios no le gusta cómo soy”. No se refiere a la ropa que lleva puesta o a su peinado.
A Dios no le gusta lo que siente, quien es. Es gay.
El tribunal (profesorado) decide que es polémico. Y lo aparta.
La madre de una alumna se reúne con la profesora de Lengua porque no quiere que su hija de quince años (está en 4º de ESO) lea la Rima LII de Bécquer (“Olas gigantes que os rompéis bramando/ en las playas desiertas y remotas, /envuelto entre la sábana de espumas, / ¡llevadme con vosotras!”). Su hija ha tenido problemas relacionados con “ese tema”. De ninguna manera lo va leer. Se lo prohíbe. Es más, ha sido insensible porque puede haber más niños en esa situación. ¿Es que no hay textos más adecuados?
Ella cree que así protege a su hija.
Un profesor de Filosofía y Valores Éticos manda leer Por qué no soy cristiano, del Nobel de Literatura Bertrand Russell, magnífico ejemplo donde se separa ética y moralina y donde la construcción sistemática de razonamientos es muy pedagógica.
Una madre Testigo de Jehová pide una entrevista con el profesor. Su hija no leerá ese libro. Fomenta el odio. Se le explica la diferencia entre odio y desacuerdo; que Russell era pacifista y hasta fue encerrado porque se negaba a que su país entrara en la I Guerra Mundial, que odiaba la violencia al tiempo que amaba la veracidad y el razonamiento analítico. Era el filósofo compasivo. También se le dice que por esa regla de tres, los padres ateos deberían sentirse ofendidos al estudiar a Santo Tomás de Aquino, las vías de Descartes o el argumento ontológico de San Anselmo.
La madre insiste en que no lo leerá y monta un pollo. Por el bien moral de los niños no habría que leer a ese sujeto, por muy Nobel que fuese.
Existen muchos ejemplos de censura reales como los anteriores. Muchos más de autocensura, el indeseable paso previo. Puede entenderse, ya que todos queremos una vida fácil, sin sobresaltos, aunque a veces haya que escoger entre lo que es fácil y lo que es correcto, como decía Dumbledore.
A veces hay que tener un momento Bertrand Russell.
Percibo con temor que entre el profesorado se está empezando a deslizar el miedo a transmitir una cultura que no sea políticamente correcta, toda una paradoja, pues es la institución que, se supone, debe aumentar el bagaje de conocimientos del alumnado, y muchos de los mejores conocimientos ni son correctos ni nunca lo fueron. Hemos avanzado porque hemos roto límites. Educar es un fenómeno radical, es sacar a todo el mundo de su zona de confort. Si no, ¿debemos dejar de enseñar la evolución porque molesta a los creacionistas? ¿Evitamos hablar de otros tipos de familia porque molesta a homófobos y homófobas de todo cuño? ¿Negamos la realidad y dejamos de enseñarla solo porque hiere a un puñado de personas, por grande que sea ese puñado?
Quizá sería bueno acostumbrar a nuestro alumnado (futuros oyentes, internautas, progenitores, nobleza y realeza) a que su malestar es mucho menos importante que la libertad de expresión. Y llevarlo a las leyes. Que dejen de existir preceptos tales como el de injurias a la corona, la blasfemia y “medievaladas” por el estilo. A establecer por fin que la libertad de expresión consiste en decir lo que piensas sin atacar a la persona, que siempre es respetable, pero sí a la idea o a la institución, que no tienen por qué serlo, además de esperar oír una contestación a tu argumento que quizá no te guste.
Y en esa pelea dialéctica, que idealmente tendría que estar basada en argumentos (apoyados en datos y en un correcto razonar) y no en opiniones (fundamentadas normalmente en las tripas o en creencias), puede ocurrir algo maravilloso: aprender a escuchar al otro para entenderlo y no para cerrarle la boca por la fuerza. Se puede incluso aprender a abandonar opiniones que se creían infalibles cuando se demuestra lo contrario y que seguir manteniéndolas a pesar de las pruebas no es señal de una fuerte personalidad, sino de estupidez. Que se llegue a la “revelación” de que tu idea no eres tú ni tú eres la idea. Que eres la suma de muchas experiencias cambiantes. Que puedes cambiar y seguir siendo tú.
Que aprendas tolerancia.
Que aprendas respeto.
Respeto a la libertad del otro.
Empecemos a hacer más debates (todavía) sobre temas polémicos que causen incomodidad. Educar en emociones también consiste en decir que en algunos momentos las emociones, las tuyas, importan un bledo (o mucho menos) comparadas con los derechos y libertades de todos. Que se interiorice hasta el tuétano que no hay nada respetable y que, sin embargo, todos lo somos.
Quizá, si lo hacemos, cuando lleguen a adultos y sean jueces, policías, políticos, empresarios o gente sencilla, no pidan que se retiren desnudos de Historia del arte en Facebook; que una obra de teatro, canción o película sea censurada y sus autores encarcelados; no creen leyes restrictivas y, en definitiva, que jamás puedan apoyar que se encierre y violente a todos aquellos que no piensan como ellos.
Suena utópico, pero la cuestión es que esto se consiguió. Ahora estamos retrocediendo.
Y lo más triste es que a la inmensa mayoría, esa que nació con derechos y ni siquiera sabe cómo se ganaron y mantuvieron (y ya digo que no se consiguieron pidiéndolos por favor), parece no importarle.
A un alumno se le solicita traer y exponer el texto de la lectura que más “le haya llegado” ese año. Elige un texto que dice “a Dios no le gusta cómo soy”. No se refiere a la ropa que lleva puesta o a su peinado.
A Dios no le gusta lo que siente, quien es. Es gay.